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martes, 28 de febrero de 2012

Marta Minujin, la 7Up de Argentina, y Marco Tulio Cicerón



Todo el mundo sabe que, en algún momento de la vida, es necesario prostituírse. Transar, como hoy se dice; ganar dinero para vivir, con alguna labor indeseada que pague el alquiler y lleve comida a la mesa de los hijos.
No obstante, hay personas, verdaderos artistas, que no necesitaron prostituírse para sobrevivir. Pruebas al canto: Luis Alberto Spinetta, 62 años, fallecido el 8-2-2012, con un aceptable standard de vida. Relevante figura de la época de los happenings, del Instituto Di Tella, y del nacimiento del rock nacional, nunca necesitó transar; porque nunca quiso tener más dinero que el esencial para comer, alimentar a sus cuatro hijos, y comprarse excelentes equipos con los cuales desarrollar su arte.
Pero hay también... no personas, sino personajes, que viven de la prostitución sin necesidad de someterse a ella. Pruebas al canto: seguid este link:


Allí puede escuchar y verse el siguiente mensaje:

 “EL NUEVO LOGO DE 7UP PRESENTA: Queridos amigos, soy Marta Minujin. Y hoy quiero decirles que las siete artes clásicas ya fueron, aburrieron, cansaron, ¡finito! Es tiempo de apuntar nuestros flashes a ese adolescente que recita el abecedario eructando, o esa amiga que pela la manzana sin que se le corte la cáscara. ¿Eso no es arte? ¡Sí! Es Arte, Arte, Arte... por eso el nuevo logo de 7up y yo les proponemos crear las siete artes, pero más frescas; entrá en 7up.com.ar y decime, qué es para vos un arte; y elijamos juntos las siete nuevas Artes, Artes, Artes. 7UP REFRESCA”.

¿Cuánto dinero se puede cobrar; cuánto se puede devaluar una persona para caer en tamaña bajeza, planteando que las siete artes clásicas están perimidas —y con ellas, artistas como Luis Alberto Spinetta y Johann Sebastian Bach, Vincent Van Gogh y Ricardo Carpani, William Shakespeare y Roberto Cossa, Isadora Duncan y Jorge Donn, Auguste Rodin y Rogelio Yrurtia, Horacio Quiroga y Víctor Hugo,  Ingmar Bergman y Mario Soffici? ¿Cuánto?
Llamar artista a un pibe eructando el abecedario, no obedece a otras razones que la necesidad de una compañía de bebidas gaseosas de acrecentar su nivel de ventas; a esto se reduce, y por un buen cachet, la introductora de los happenings en Argentina, la mujer que en los años sesenta parecía representar a una generación que embistió, con todo éxito, al sistema ideológico y cultural vigente entonces.
Si pudiera existir una definición de lo que es el Arte, ésta podría ser: la producción cultural que provoca una vibración íntima, poderosa, en el alma de un ser humano determinado.
Pero, ¿qué vibración podría provocar en el alma, el ver a una chica pelando una manzana, sin que se le corte la cáscara...? interrogante supremo, que sólo podrían responder la mencionada Minujin, o el gerente de marketing de la compañía Pepsico de Argentina: Santiago Murray, licenciado en administración de empresas (Universidad Católica Argentina); ex Brand Manager de Lux, Axe, Rexona, Impulse y Sedal; ex Marketing Manager de Unilever de Argentina.
Y bien; si se le da crédito a la página de Facebook donde aparece el engendro, ya hay “4.404 personas que les gusta esto”, y “54 personas que están hablando de esto”. (Datos al 28-02-2012, 23.25 hs.).
Quien escribe estas líneas, bien podría considerarse incluido en las “54 personas” mencionadas; pero no lo está. Está, sí, horrorizado de los alucinantes niveles de estupidez y venalidad a que es capaz de llegar el género humano.
Y entonces recuerda, con indignación, la fogosa sentencia de Cicerón al pronunciar la primera de sus célebres Catilinarias:

Quo usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?

Y se permite parafrasearla:

¿Hasta cuándo seguirás abusando, Minujin, de la paciencia nuestra?

miércoles, 22 de febrero de 2012

Un cirio y una cerveza por Horacio Quiroga

El escritor junto a sus hijos Eglé y Darío.

Ocurrió en un carnaval, en Buenos Aires. Un carnaval como éste, pero 75 años atrás. Quiroga había aguantado a pie firme, frente a un docto tribunal, la sentencia inapelable: agonía hasta morir por cáncer de próstata.
 Nadie le dio a elegir; pero él, que había fijado el norte de su brújula en la libertad, desoyó la condena y se aplicó a sí mismo la eutanasia reparadora, en el Hospital de Clínicas, en la madrugada del 19 de febrero de 1937.
 La vida de Quiroga había sido, desde su infancia y juventud, una constante exploración en busca del más allá de los límites establecidos. Su personalidad maduró en la ruptura de lo convencional. Le pareció pequeño y mezquino el mundillo de las letras rioplatenses. En él, como en pocos artistas, se conjugó la necesidad de vivir el arte, pero en carne propia.
 Esa necesidad vital lo llevó a instalarse en la selva misionera, en San Ignacio, a 1.100 kilómetros de la gran urbe. Solos, él, su joven esposa, su ingenio, y la asombrosa capacidad creativa de sus manos, que se manifestó en la agricultura, la jardinería, el paisajismo, la mecánica, la carpintería, la taxidermia y cuanto oficio podía surgir de su taller de herramientas misionero.

Quiroga en su taller.

Este hábitat natural, que aún hoy conserva la magia de lo primitivo, se convirtió en su paisito. En él, Quiroga se encontró consigo mismo, y produjo lo mejor de su obra literaria, al tiempo que levantaba con sus propias manos el bungalow de madera, y convertía un pedregal en un bello y exquisito jardín con vista al Paraná; pero tuvo que pagar un precio muy elevado por ello.
 Horacio Quiroga voló demasiado alto, como para que lo comprendieran sus contemporáneos. Fue objeto de burlas de todo tipo, entre ellas las que le dedicara Jorge Luis Borges, diciendo que era apenas “una leyenda uruguaya”... en otras palabras, que no existía. Una cruel e injusta lapidación literaria, que el paso del tiempo desmintió rotundamente.
 De esa manera, él construyó un personaje huraño, primitivo y salvaje para los carroñeros intelectuales, guardando para sus íntimos al ser vital, generoso y creativo que aparece en sus cartas. Pero lo que sobrevivió en el imaginario popular fue el personaje, y no la persona. Ya es tiempo de descorrer el velo que obscurece la enorme figura de ese ser luminoso, de ese pioneer de la literatura americana, y de lo que Rodolfo J. Walsh llamó, con poesía, “los oficios terrestres”.
 No obstante Quiroga, en virtud de sus méritos, es hoy un referente insoslayable de la literatura americana. Quedan, al alcance de cualquier lector curioso, las inagotables reediciones de sus libros, con narraciones memorables como Un peónUna bofetadaEl paso del YabebiríEl hijo o el increíble volumen titulado Los desterrados, por citar sólo algunos. También queda un film, Prisioneros de la tierra, basado en tres de sus cuentos, dirigido por el inolvidable Mario Soffici, considerado como una de las mejores películas en la historia del cine argentino.


El bungalow de madera, que construyó con sus propias manos.

Al llegar a este punto del texto, el autor de estas líneas repara en que el reloj marca la una y cuarto de la madrugada, del domingo 19 de febrero de 2012. El mismo día y, aproximadamente, la misma hora en que Horacio Quiroga partió en su último viaje hacia la eternidad.
 Desde la calle, se escucha el alegre bullicio del corso de Mataderos. Alegrías y tristezas se mezclan en las festividades consagradas al rey Momo.
 Pero este febrero de carnaval de 2012, lleva más tristezas que los anteriores. Hace apenas pocos días, partía también un luminoso exponente de la música y la poesía rioplatense: el inolvidable Luis Alberto Spinetta, aquel que dijo a un periodista de La Nación (22-11-2008): “a veces encuentro poesía en los cuentos de Horacio Quiroga”.
 Triste febrero el de este Carnaval. En recuerdo de Horacio Silvestre Quiroga, y de Luis Alberto Spinetta, merece ser encendido un cirio y ser bebida una cerveza. Por los que se fueron, pero también por los que vendrán, iluminados por el fuego sagrado de dos almas creadoras.

Horacio Ricardo Silva
Mataderos, Bs. As., madrugada del 19 de febrero de 2012.

Una lágrima de mil años por Luis Alberto Spinetta



Fue ayer, miércoles 8 de febrero de 2012, a las 19:42 hs, mientras viajaba en el colectivo hacia Constitución, cuando recibió la llamada en su celular. “Murió Spinetta”, dijo tristemente la voz amiga de Graciela.
Al colgar el teléfono, sintió que su lejana adolescencia volvía repentinamente hacia él, aleteando por un instante en derredor suyo, para luego partir, volando, alejándose para siempre.
Recordó entonces los tiempos del secundario, allá por los los primeros años 70, época caótica en la cual podía ingresar con su guitarra y el pelo largo hasta la cintura, sin que las autoridades pudieran sancionarlo.
Eran los días, los días de oro”, canturreaba por entonces, imitando el tono de Moris: “nunca el colegio / siempre la vida / y las mañanas del sol aquel”.
Quiso recordar, y no pudo, la primera vez que había oído a Spinetta. Estaba seguro que era “Muchacha ojos de papel”; quizá por la radio, o acaso en los sorprendentes discos que traía a casa su hermana Nora.
Él había amado profundamente la música y la poesía del Flaco. Se sabía toda su vida: que había nacido el 23 de enero de 1950, que vivía en la calle Arribeños (muy cerca de su casa, aunque no sabía la ubicación exacta”; que Almendra había ensayado en un sótano de Arcos y Monroe; que Ramsés VII se había comido un día una prepizza cruda en su casa; que “Muchacha” estaba inspirada en Cristina Bustamante, y que el “Blues de Cris” había sido producto de la violenta amargura causada por el fin de esa relación. Que la Ana que no dormía y contaba las luces mirando a la gran ciudad, era su hermana Ana María Spinetta. Que un día Pappo le había llenado de svásticas las paredes de su cuarto. Que para alejarse de las drogas había viajado a Francia, y que le voló la cabeza a quince mil personas durante la presentación en el Luna Park de “El Jardín de los Presentes”, el 6 de agosto de 1976.
También recordó la profunda impresión que le dio el conocer a Artaud a través de su disco, y cómo descifraba que en “La sed verdadera”, el Flaco le estaba hablando directamente a él mismo, mientras escuchaba el disco de 33 rpm en el living de su casa:

Sé muy bien que has oído hablar de mi
y hoy nos vemos aquí.
Pero la paz
en mí nunca la encontrarás.
Si no es en vos...
en mí nunca la encontrarás.
Por tu living o afuera de allí no estás;
pero hay otro que está.
Y yo no soy,
yo sólo te hablo desde aquí
él debe ser
la música que nunca hiciste

Qué duda cabía: le estaba hablando a él, y le estaba diciendo que debía encontrar su propia luz interior, y no hacer lo que él estaba haciendo: tomar la poesía del Flaco como la palabra de un Mesías.
Recordó también que cuando fue de vacaciones a Monte Hermoso en 1974, se le mezclaron el Flaco y Vinicius de Moraes; un amanecer en el que, con la mirada perdida en el encuentro del cielo y el mar, surgió en su mente el poderoso órgano de Cutaia, abriéndose paso como ese sol que estaba naciendo, y con esa inolvidable voz:

El alba me sorprenderá
con la vista sumergida en el mar
donde van los colores
a la cerrazón (...)
Hoy, te quiero proponer
que mires en tu mar
mar cerebral
porque yo sé
¡Mar, masa de mar!
Lo que yo sé

Y volvió a su mente el comentario que pocos días atrás había efectuado en su cuenta de Facebook, relativo a un manuscrito original de Spinetta, con la letra de “Barro tal vez”:

Tenía 17 años, la sensibilidad e ingenuidad que sólo se pueden tener al despertar de la adolescencia, y estaba sentado en el césped de un campo de polo en Palermo, bajo la llovizna de un anochecer de junio de 1977. En el escenario, después de tocar Litto Nebbia y el conjunto de arcos de Antonio Agri -a quien unos despreciables sujetos, imitando al gobierno militar de entonces, lapidaron a monedazos- subió Luis Alberto Spinetta, él solo con su guitarra acústica; y entre otras delicias, cantó dos canciones que me conmovieron profundamente, de las cuales no dijo el nombre. Una de ellas fue la que después conocí como "La aventura de la abeja reina"; y la otra, esta hermosa "Zamba" o "Barro tal vez". Como solía hacer en aquella época analógica, cuando el Wi-Fi y el mp3 eran poco menos que visiones futuristas de ciencia ficción, grabé el recital en el grabadorcito Sony a cassette que le tomé "prestado" a mi padre. Conservé esa cinta mágica durante años, hasta que el paso del tiempo la desgastó, como también desgastó mi ingenuidad adolescente; aunque no pudo con mi sensibilidad, que -parafraseando a Artaud- aún goza de una "insurrección de buena salud".

Todos estos recuerdos revolotearon alrededor suyo, por un instante nomás, al guardar el celular, mientras zumbaban en su caverna gris las tristes palabras de Graciela: Murió Spinetta”.
Ya en su casa, las lágrimas pudieron brotar; tímidas al principio, libremente después. Spinetta no estaba, había partido. Y recordó también las palabras de Antonio Machado:

Y cuando llegue el día
del último viaje
y esté al partir la nave
que nunca ha de tornar
me encontraréis a bordo,
ligero de equipaje
Casi desnudo
como los hijos de la mar

Y pensó que quizá el Flaco tuvo suerte. Que partió rodeado de sus hijos, en la intimidad de su casa, sin conocer el deterioro de la decrepitud ni extraviarse en los abismos de un Alzheimer, tras una vida plena de creatividad; habiendo dejado cientos de composiciones inolvidables, que seguirán abriendo caminos de luz en el alma humana, por los tiempos de los tiempos.
¿Qué mejor destino podía desear alguien, para sí mismo?
Más aliviado, enjugó sus lágrimas y encendió otro cigarrillo. Y decidió que, lejos de abismarse en un pozo de tristeza por la muerte del poeta, era preferible hacerle caso a sus letras de una buena vez. Dedicarse a crear cosas, escribir, pintar, cocinar, sembrar la tierra, cultivar sanos afectos, lo que fuere; si es que era cierto aquello de

aunque me fuercen yo nunca voy a decir
que todo tiempo por pasado fue mejor:
¡Mañana es mejor!

Y sí, —pensó— el mañana es mejor, aún sin la luminosa presencia de Spinetta, aunque duela tanto.
Entonces sintió un revoloteo en derredor suyo, un rápido ¡flap!, y algo que entraba en él. Encendió el viejo tocadiscos, que aún funcionaba; sacó de su polvorienta funda el antiguo long play “Durazno sangrando”, y lo puso en el plato giradiscos.
Luego llevó a pulso la púa hasta el surco 3 del lado 2; y se dispuso a escuchar, después de tantos años, a su Dios de Adolescencia, que había vuelto por sus fueros; asustado, acaso, de su propia y repentina cobardía.

Horacio Ricardo Silva
A. Korn, 9 de febrero de 2012

Bonafide



Era de esperarse. Tarde o temprano, tenía que ocurrir. A veces, el precio de la libertad se paga con la vida.
Bonafide era un perro curtido en la calle, de complexión algo superior a mediana, y poderosa músculatura. Era un perro bravo; pero sólo para con sus congéneres. Si bien le gustaba perseguir autos, motos y bicicletas, nunca atacó a un ser humano.
Llegó a fines de enero, hace nueve meses. Se adaptó a su nuevo hogar con extraoridaria rapidez; pronto encontró todos los recovecos del alambrado que habilitaban la libre fuga, y el tranquilo reingreso a la finca.
Se hizo querer. Era cariñoso, y estaba en permamente búsqueda de mimos. Solía plantarse al lado mío, mientras trabajaba en la computadora; y si no le acariciaba, me daba unos buenos empujones en el brazo con la trompa, para reclamar lo que le correspondía por derecho. Uno de esos empujones hizo, una vez, volar el contenido de mi vaso de vino rosado, cuando lo dirigía a mis labios.





Pero así como era conmigo y con las personas, no lo era con otros perros; y menos si se trataba de la conquista de una dama en celo. Lo he visto batirse con seis congéneres al mismo tiempo; giraba a una velocidad espasmódica mientras amenazaba con toda su potencia, para no dar la espalda a los enemigos que buscaban el punto débil. Una sola vez volvió lastimado de una pelea, y otra vez con un prolijo tajo en la pierna, que dejaba la carne al aire, producto del corte con alguna chapa; en ambas ocasiones intervino la cirugía.
Cada vez que iba a la estación a tomar el tren, Bonafide me seguía moviendo la cola a toda potencia. Costaba bastante engañarlo para que no se subiera a la formación, pero con diversas artimañas podía desorientarlo. Cuando el tren partía, él regresaba solo a casa.
Desde su llegada, había vuelto a plantearse el agudo problema filosófico, respecto de qué debía priorizar: su libertad, o su seguridad. La decisión era mía, y mía la responsabilidad por sus consecuencias.
Al no estar dentro de mis posibilidades asegurar los cien metros perimetrales de alambrado para evitar que salga del terreno, la alternativa era mantenerlo encadenado a un árbol. Después de las dos cirugías, tomé esta última decisión; pero me sentí muy desgraciado en esos días. Ambos nos sentimos muy desgraciados; al fracasar sus primeros intentos de liberarse de la cadena, quedó en un estado abúlico, indiferente a todo. Partía el alma ver a un animal tan joven y tan lleno de vitalidad en ese estado. Y peor aún cuando pasaba una damisela en celo; lloraba, gemía, pugnaba por liberarse, en un vano intento por dar satisfacción al instinto natural de preservación de la raza.
A los pocos días comencé a soltarlo de noche, con el prudente cálculo de la menor circulación callejera de vehículos, bichos y personas. Era impresionante la velocidad con que salía corriendo sin parar, atravesando limpiamente el agujero del alambrado, para ganar la calle y perderse en la lejanía.
Al día siguiente volvía, y cada vez costaba más engatusarlo para echarle nuevamente la cadena al cuello; ni comidas, ni mimos, ni amenazas, podían desafiar la astucia adquirida con la experiencia. Y un buen día, ya no lo encadené más. Lo dejé ir y venir a sus anchas. Pensaba en qué preferiría que me hicieran a mí, si me dieran a elegir: la jaula dorada y segura o el libre vagabundeo, y ganó esta última opción.
Pero yo sabía que un día, lejano quizá, cuando sus reflejos ya no fueran los de antes, o su cuerpo no se moviera con la vitalidad de la juventud, pasaría una desgracia. Sabía que una noche como la de anoche, alguien iba a llamar a mi puerta, para decirme que mi perro yacía tirado en la zanja, al borde del camino. Que parecía que lo había atropellado una camioneta.
Anoche, aún convaleciente de una gripe, me abrigué y salí a ver en el lugar que me indicaron, a doscientos metros de mi casa, en la diagonal Rosas y Ascasubi, frente a un almacén. Necesitaba comprobarlo; pero realmente no quería ver su cuerpo destrozado. Y, al amparo de la oscuridad, me las arreglé para no encontrarlo.
Pero esta mañana a las siete, hace una hora, mi necesidad renació con más fuerza, y volví. Allí estaba. Panza arriba, los ojos cerrados, sin señal alguna visible del accidente. Me despedí de él como pude, encendí un cigarrillo, y regresé caminando a paso lento, por la calle que tantas veces recorriéramos juntos en mis idas a la estación del tren.
Yo no sé si él me reprocharía por no haberlo cuidado mejor. Tampoco sé si, por el contrario, me hubiera agradecido por hacerle disfrutar en plena libertad cada momento de su vida.





Siento profundamente su muerte, pero no puedo llorarla. La vida en un mayor contacto con la naturaleza me ha enseñado que “todo corre hacia ahora”; lo único que importan es el tiempo presente, el instante actual. Todo es pasajero. Las personas, los afectos, los trabajos, van y vienen constantemente, se reciclan los unos a los otros; y no es menos cierto, que uno mismo también va y viene de la vida de los otros. La muerte es parte de la vida, en el reciclar cotidiano de la naturaleza, y llega indefectiblemente.
Adiós, viejo amigo. Extrañaré tus trompazos cuando me sirva un vaso de vino rosado, sentado frente a esta herramienta de trabajo, con la cual expreso mi dolor por tu ausencia. Sé que, en algún momento, nos encontraremos en alguna parte.

Horacio Ricardo Silva.

 A. Korn, 2 de octubre de 2011.