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sábado, 19 de diciembre de 2015

Diciembre de 2001: A catorce años de una odisea argentina.


E
n 1968, el cineasta británico Stanley Kubrick filmó una alucinante película que, con el tiempo, se convertiría en un clásico del cine mundial: 2001, a Space Odyssey. En dicho film, los astronautas de la nave Discovery 1 deben luchar por sus vidas contra la computadora HAL 9000; la cual intenta matar a la tripulación —y en ella a sus creadores, los seres humanos— después de asumirse a sí misma como una entidad autónoma.
En Argentina, los seres humanos crean a sus presidentes mediante el sufragio universal. Pero cuando éstos asumen, se asumen también como entidades autónomas; se divorcian del pueblo que los votó, y aplican políticas económicas que provocan víctimas letales, en los estratos más desprotegidos de la población.
Así ocurrió con Fernando de la Rúa, en 2001; y así podría ocurrir también con el actual presidente, Mauricio Macri, cuya trayectoria y visión política promete remedar aquel infierno.
En los combates del 19 y 20 de diciembre de 2001, el pueblo logró derrocar a la tiranía del presidente De la Rúa; y al grito de “que se vayan todos; que no quede ni uno solo”, hundió a las clases privilegiadas del país en una pavorosa crisis institucional, de la cual les costó ingentes esfuerzos recuperarse.
Hoy se cumplen catorce años de aquella heroica gesta popular, cuyo triunfo costó las preciosas vidas de 39 manifestantes, y la sangre de unos cuatro centenares de heridos en toda la región.
A continuación, un recuerdo de aquellos combates, que conviene mantener frescos en la memoria, por si fuere necesario reeditarlos en esta segunda década del siglo XXI.

Horacio Ricardo Silva, 19 de diciembre de 2015.

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1. Miércoles 19 de diciembre de 2001: El comienzo.[1]

E
staba en su departamento de la calle Yatay, en el tanguero barrio de Almagro, cavilando sobre cómo iba a hacer para conseguir trabajo de una maldita vez —con 42 años de edad, el mercado laboral lo había relegado a la categoría de obsoleto—, cuando empezó a sentir el ruido.
Primero fue un murmullo audible apenas, que luego fue creciendo hasta convertirse en un estrépito, como de tachos batidos con frenesí. Se vistió apresuradamente y bajó hasta la calle para ver qué ocurría: en la esquina de avenida Corrientes, en lugar del tránsito vehicular de siempre, ardían dos pilas de neumáticos incendiados, alumbrando la noche; y entre la negra humareda, se veían pasar cantidad de pequeños grupos de gente, golpeando ollas y cacerolas, caminando por la ancha calzada hacia el centro de la ciudad.
Había algo de mágico e hipnótico en aquella marea humana. No era una marcha de protesta convencional; no había banderas, gritos, cantos ni consignas. Sólo la gente que caminaba, en silencio, castigando con tapas y cucharones sus ya abollados utensilios de cocina. Fascinado por aquel hechizo colectivo se unió a la multitud, sin saber adónde iba, ni para qué.
A lo largo del trayecto se repetía, cada dos o tres cuadras, el espectáculo de las gomas quemadas echando humo; y en cada esquina, vio cómo se incorporaban a la misteriosa procesión nuevos grupos familiares y gente suelta como él, todos equipados con improvisados instrumentos de percusión.
La caminata fue larga; pero sus piernas no sintieron las 45 cuadras de marcha, subyugado como estaba por aquel encantamiento social. Al llegar a la Casa Rosada, las palmeras de la Plaza de Mayo ardían como gigantescas antorchas, alumbrando lo que parecía ser un ritual de aquelarre.



[1] La reconstrucción de los hechos del 19 y 20 de diciembre de 2001 se ha realizado en base a los diarios Página 12 y Clarín, y a los recuerdos personales del autor.

Palmeras ardiendo en Plaza de Mayo la noche del 19-12-2001 (Click sobre fotos para ampliar).

Poco antes de la medianoche, una verdadera muchedumbre ingresaba interminablemente a la Plaza por las diagonales y Avenida de Mayo.[1]
Allí se enteró del por qué de la pueblada: el presidente Fernando de la Rúa había anunciado pot televisión, a las 22.41 hs., que había decretado el Estado de Sitio en todo el territorio nacional. Claro, él no se había enterado porque hacía tiempo que tenía su aparato descompuesto, y no tenía dinero para hacerlo reparar. Sabía, sí, de los saqueos a supermercados que la gente humilde venía efectuando en casi todo el país, ingresando a los locales como una marea incontenible, y dejando vacías en contados minutos las góndolas de los negocios.
El ambiente era pacífico; casi festivo, se podía decir. Alguien empezó a gritar insultos contra el superministro Domingo Cavallo; otro comenzó a denostar al presidente De la Rúa, y un tercero aportó lo suyo recordando a la madre del expresidente Carlos Menem. La multitud se sumó y surgieron las primeras consignas: “¡Que se vayan, que se vayan!”, las cuales “poco a poco se fueron haciendo más ingeniosas y complejas. “Qué boludos, qué boludos, el estado de sitio, se lo meten en el culo” o “Borombombón, borombombón, el que no salta es un ladrón” y siguieron “Si éste no es el pueblo, el pueblo dónde está” o la vieja “¡El pueblo, unido, jamás será vencido!” que era rematado por un estentóreo “¡Argentina!” “¡Argentina!”.[2]
Promediando la noche, emprendió el regreso a pie al departamento de la calle Yatay. En ese momento estaba lejos de imaginar que, al día siguiente, estallaría una insurrección en Buenos Aires; y mucho menos, que él mismo sería uno de los combatientes de la Batalla de Plaza de Mayo y del Combate del Obelisco.

2. Jueves 20 de diciembre: el día en que el cielo se vino abajo.

L
os largos años de aplicación de las recetas económicas del FMI (Fondo Monetario Internacional) en la Argentina, finalmente habían logrado exasperar a la población, cuya situación anímica había llegado a un extremo de tensión insoportable. A la desocupación crónica de los trabajadores, se le sumó una serie de medidas económicas de una prepotencia jamás vista antes en el país: los asalariados no podían retirar todo su sueldo de los bancos, y los ahorristas veían virtualmente confiscada la mayor parte de sus depósitos en divisas: sólo podían retirar una cantidad mínima, y esto, en una moneda nacional con el valor sensiblemente depreciado.
Tras la pueblada del día anterior —un caso inédito en Argentina de desobediencia civil de masas— el ministro Cavallo, responsable de las medidas económicas confiscatorias, se vio obligado a renunciar, tras perder el respaldo político del stablishment.
No obstante, ya era tarde para volver a encamisar las tensiones sociales liberadas. Un pavoroso Maëlstrom[3] social se había desatado en Buenos Aires, como no se había visto desde los luctuosos sucesos de otro verano porteño, el de la Semana Trágica de enero de 1919.


[1] BRUSCHTEIN, Luis: La chispa que encendió la mecha. En Página 12, 21-12-2001.
[2] Idem nota anterior.
[3] Gigantesco y vertiginoso remolino del Mar de Noruega, antaño muy peligroso para la navegación, que inspirara a Edgard Allan Poe su famoso cuento Un descenso al Maëlstrom.

Barricada sobre Diagonal Norte, 20-12-2001.


La Batalla de Plaza de Mayo

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l amanecer encontró en ese sitio histórico a medio centenar de personas, militantes de diversas fuerzas políticas, que se habían quedado allí desde la noche anterior. En el transcurso de la mañana, fueron llegando al lugar un grupo de adictos al militar “carapintada”[1] Seineldín, y las Madres de Plaza de Mayo, acompañadas por jóvenes militantes de derechos humanos. La policía inició entonces una carga sobre ellos, logrando desalojarlos de la Plaza.


[1] Los “Carapintada” eran grupos de militares pertenecientes al Ejército Argentino, que protagonizaron sublevaciones armadas durante los gobiernos de Raúl Alfonsín (1987) y Carlos Menem (1990), en demanda de mejoras económicas y de obtener salvoconductos legales para evadir su responsabilidad en la sangrienta represión de la última dictadura militar (1976-1983). Se los conocía por ese apelativo, debido a que salieron a la calle en uniforme de combate, y con el rostro camuflado, o “pintado”.


Represión a las Madres de Plaza de Mayo, 20-12-2001.


H
acia el mediodía, Las Madres regresaron a ocupar su posición; era jueves, el día en que realizaban su tradicional ronda alrededor de la Pirámide. Convergieron con ellas una miríada de empleados y empleadas de la zona, que salían de la oficina en el horario de almuerzo; las consignas de la noche anterior se volvieron a escuchar, y fueron coreadas con entusiasmo por todos: Madres, jóvenes, jubilados, y hasta por los serios hombres de traje y maletín, y las chicas de elegantes minifaldas.
La batalla comenzó en ese momento, cuando una avanzada de caballería atropelló brutalmente a los manifestantes, golpeando con sus látigos a diestra y siniestra; la imagen parecía sacada de una antigua película de Serguei Eisenstein, o de un documental sobre la última dictadura militar.
Las cámaras de televisión transmitieron en directo cómo la Policía Montada golpeaba salvajemente a las Madres de Plaza de Mayo, y las pisoteaba con los cascos de sus caballos, todos envueltos en una densa nube de gases lacrimógenos; esa imagen arrancó de sus hogares a centenares y miles de personas en toda la ciudad y sus alrededores, que concurrieron al lugar dispuestos a protestar contra semejante brutalidad.
Los manifestantes se dispersaron, y las Madres se replegaron. La Policía acordonó entonces con vallas el perímetro de la Plaza, y desde ese momento y por durante siete largas horas, nutridos grupos de manifestantes pugnaron por recuperarla; avanzando y arrojando palos y piedras, para luego replegarse ante los cartuchos de gas —que devolvían de una certera patada en dirección a los uniformados—  y las balas de goma antitumulto (AT).

Sobre el pavimento, piedras arrojadas sobre la policía, un cartucho policial, y un elocuente cartel.

Luego de armar barricadas con tachos de basura incendiados —el fuego dispersa los gases—, de refrescarse con limón y de taparse la cara con la propia remera mojada—el agua era provista por los vecinos u obtenida de los grifos en la calle—, los manifestantes volvían a cargar tenazmente sobre los uniformados, en una suerte de ballet bélico que duró toda la tarde, y que se extendió a las adyacencias de la Plaza de Mayo, Congreso, y el Obelisco.

Combatientes anónimos defendiendo una barricada.

La Batalla del Congreso

I
dénticas imágenes como las descriptas más arriba, se sucedieron a partir de las 14 hs. frente al Congreso de la Nación, cuando una carga policial se abalanzó sobre una columna de partidos políticos de izquierda que iniciaba su marcha en dirección a Plaza de Mayo; volaron piedras, palos y adoquines, y se armaron barricadas con basura y los bancos de la plaza.
Los ómnibus y automóviles que circulaban por allí quedaron atrapados entre las dos fuerzas beligerantes; con estupor, conductores y pasajeros veían cómo los piedrazos y las granadas de gas volaban por encima de sus vehículos.
Un grupo de manifestantes se desprendió del campo de batalla, y procedió a atacar el local central de la Unión Cívica Radical, partido de gobierno al que pertenecía el presidente De la Rúa.
Lsa hostilidades, entre avances y repliegues, fueron sostenidas por ambos bandos y no terminó hasta el anochecer de aquel día agitado.

El Combate del Obelisco

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tro nutrido núcleo combatiente, conformado por grupos replegados de la Batalla de Plaza de Mayo y por recién llegados con ansias de combatir, tomó en las primeras horas de la tarde la zona del Obelisco, en la confluencia de las avenidas Corrientes y 9 de Julio.
Su primera acción bélica fue el ataque al local de la cadena Mc Donald’s, de donde se extrajeron bolsas enteras de agua mineral, de pan y de queso para hamburguesas, abiertas y distribuidas rápidamente de mano en mano, y con las cuales se preparó un improvisado rancho; a nadie se le ocurrió asaltar las cajas en busca del dinero de la empresa norteamericana.
Cuando llegaron los efectivos policiales, los manifestantes cruzaron la ancha avenida 9 de Julio —en medio de la cual se halla la Plaza de la República— y atacaron el local de la empresa de correo privado OCA, destrozándolo por completo y prendiéndole fuego a cuatro camionetas de la firma, las que quedaron ardiendo en la calle.[1]


[1] La empresa OCA se suele sindicar como perteneciente al desaparecido empresario Alfredo Yabrán, quien tenía importantes vínculos con el poder, y que había sido denunciado como narcotraficante por el entonces ministro Cavallo. Asimismo, en el imaginario popular se responsabiliza a Yabrán por el crimen del fotógrafo José Luis Cabezas, en 1997. Esta imagen negativa podría explicar la saña con que fue atacado el local de la empresa.

Camioneta de OCA ardiendo durante el Combate del Obelisco.

Mientras la policía se hacía fuerte a la vera de Mc Donald’s, acantonada detrás de sus carros de asalto, los combatientes se desplegaban en grupos en las inmediaciones de la plaza.
El Combate del Obelisco fue, de todos, el que más se pareció a un enfrentamiento militar. Ambos bandos mantenían posiciones fijas. Las cargas de los manifestantes, cruzando a la carrera la plaza de la República para atacar a las fuerzas policiales en medio de una lluvia de palos y piedras, al grito de ¡Vaaamoooooos!”, semejaba a un asalto de trincheras en la I Guerra Mundial.
Fue también el único enfrentamiento en el cual la policía se mantuvo atrincherada en su posición, sin salir al asalto de su enemigo, limitándose a rechazar las cargas de los manifestantes con gases y balas.

Entrada en combate de un regimiento de caballería popular

H
acia la mediatarde medio centenar de motoqueros afiliados al SIMeCa[1], montando sus poderosas motocicletas, hicieron su aparición desplegándose por todo el teatro de operaciones, siendo recibidos con aplausos y vítores por los manifestantes.
Su imagen tenía algo de épico: las motos, tripuladas de a dos, con la bandera argentina desplegada al viento, cargaban su rugiente furia sobre la Policía Montada, poniéndola en fuga; recorrían las calles alertando a los manifestantes sobre el movimiento de las fuerzas enemigas; repartían aquí y allá agua y limones con que soportar el escozor de los gases; o apedreaban a la infantería, desapareciendo velozmente al terminarse la munición.


[1] Sindicato Independiente de Mensajeros y Cadetes, por entonces una joven organización gremial aún no reconocida por el Estado, que nuclea a “motoqueros” (mensajeros en moto), y repartidores de delivery.

Caballería popular ocupando el Obelisco.

Su llegada era vista, igual que en las viejas películas del Oeste, como la aparición del 7º de Caballería; pero no se vive la rebelión impunemente, de cara a la represión. En una arremetida de esta auténtica caballería popular, sobre policías que retrocedían en avenida de Mayo y Tacuarí, uno de ellos hizo rodilla en tierra y disparó su arma, matando al joven motoquero Gastón Rivas, quien cayó de su moto en marcha, para quedar tendido en el pavimento. En su bolso quedaban el handy encendido, y la correspondencia que no llegó a entregar jamás.[1]

Cese de las hostilidades – la caída del gobierno

E
n esos momentos, el presidente De la Rúa volvía a hablar por televisión, pidiéndole a la oposición peronista “que ofreciera una respuesta para armar un esquema de coalición, que hiciera frente a la crisis”. La respuesta le llegó casi de inmediato a su jefe de gabinete, Chrystian Colombo: “No, Chrystian... Me parece que ya es tarde para probar con algo así”.[2]
Los informes eran contundentes: la batalla continuaba con mayor ardor en las calles, y los saqueos de negocios seguían produciéndose en todo el país. Triste, solitario y final, abandonado de todos y por todos, repudiado por la aplastante mayoría del pueblo argentino, De la Rúa firmó su renuncia a las 19.45 hs. de ese caluroso jueves 20 de diciembre de 2001.


[1] El SIMeCa decidió fijar el 20 de diciembre como “Día del Mensajero”, en homenaje a Rivas. Años después, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires declararía oficialmente la fecha por ley 1851, en reconocimiento a la destacada acción desplegada por los motoqueros en esa fecha crucial.
[2] GONZALEZ, Fernando: De la Rúa renunció, cercado por la crisis y sin respaldo político. En Clarín, 21-12-2001.

El ex presidente De la Rúa abandona la Casa Rosada en helicóptero. Eran las 19.52 horas del jueves 20 de diciembre de 2001.

El costo de la victoria fue muy alto: 39 manifestantes muertos y unos cuatrocientos heridos en todo el país. Al día siguiente, los diarios reproducían una declaración de la norteamericana Anne Krueger: “El FMI no tiene la culpa por los problemas argentinos”.[1]

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Epílogo (ma non troppo)

Hoy, 19 de diciembre de 2015, Argentina se encuentra gobernada por un presidente que enarbola los mismos principios económicos que el ex ministro Cavallo. Será cuestión, entonces, de que los afectados por estas políticas, sepan levantar —cuando llegue el momento— las banderas de los insurrectos de 2001. Pero con un grado mayor de organización; para que esta vez, y de una vez y para siempre,  se haga realidad aquel  que se vayan todos / y que no quede ni uno solo.♠


[1] Nota de Ana Baron En Clarín, 21-12-2001.