La vida de un pibe no vale nada. O, como mucho, vale menos que un pedazo de carbón.
Cuando en la Francia del siglo XIX Víctor Hugo escribió su novela Los miserables, en la cual el poder judicial francés perseguía durante años a un joven por el delito de robar una hogaza de pan con que alimentar a su sobrino, el sensible escritor estaba muy lejos de imaginar que, poco más de un siglo después, la realidad ofrecería en Mendoza una versión -corregida y aumentada- de aquella memorable tragedia social.
n efecto: el 5 de mayo de 2006, mientras el ingeniero Julio Cobos iniciaba en Gualeguaychú su carrera hacia la vicepresidencia de la Nación, la policía provincial –guardiana de las multinacionales Repsol YPF y América Latina Logística- procedía a fusilar sin misericordia a tres niños, durante un operativo realizado para reprimir la apropiación de carbón que efectuaban los pobladores del barrio Cuadro Estación Perdriel, con el objeto de combatir el intenso frío invernal.
Como resultado de la acción, los perdigones de plomo policial destruyeron la vida de Mauricio Matías Morán, de 14 años; hirieron a Angel Maximiliano Sosa, de 13, y arrancaron virtualmente un dedo al bebé Raúl Alexander Frías Morán, de tan sólo 18 meses de edad. El operativo fue todo un éxito: desde entonces, no volvieron a producirse nuevas apropiaciones de carbón.
En el presente trabajo, se desentrañarán los orígenes de este episodio en la historia de los movimientos sociales contemporáneos, develando además los mecanismos de impunidad con que se valen el poder judicial y la policía provincial, para liberar a uno de sus vigilantes modelos: el oficial fusilador Cristián Gustavo Bressant Barrera.
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Las víctimas: Ángel Maximiliano Sosa, Mauricio Matías Morán y Raúl Alexander Frías Morán |
(Investigación publicada originalmente desde mayo de 2006, de manera parcial o total, en los siguientes medios: sitios web Correpi.lahaine.org, Indymedia Argentina, Agencia Rodolfo Walsh, Ainfos.ca (Canadá), Divergences.be (Bélgica); periódicos anarquistas Hijos del Pueblo Nº 3 y ¡Libertad! Nº 37 de Bs. As., Organízate y Lucha Nº 5 y Quien Calla Otorga Nº 6 de Mendoza; programa La Posta de Radio Universidad de Cuyo (Mendoza); y el cuadernillo editado por el colectivo mendocino La Hidra de Mil Cabezas - Colección "Escrituras Tangenciales" Nº 6).
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1. Los desterrados: El ambiente / Los tipos
endoza, la rica tierra del sol, el vino y las hermosas mujeres huarpes, había sido durante siglos una pacífica comarca precordillerana, ubicada en los confines del imperio Inca.
Cuando en 1561 la expedición comandada por el capitán español Pedro del Castillo llegó al valle de Huentota, encontró un precario pero efectivo sistema de regadío artificial, con el que la población original cultivaba papa y maíz.
Fascinado por la belleza de las mujeres locales, y obsesionado por la idea de hallar ricas vetas de oro, el capitán fundó la villa de Mendoza, llamada así en homenaje a su superior jerárquico, el gobernador de Chile García Hurtado de Mendoza. Acto seguido, y en riguroso cumplimiento de las leyes vigentes, los europeos procedieron a repartirse hombres, mujeres y tierras huarpes, dando comienzo así al genocidio americano en esta región del continente.
Dos siglos después, cuando el comercio local florecía con la exportación de vino, aguardiente y aceitunas, el transportista Pedro Molina y Vasconcelos enfermó durante un viaje a Buenos Aires. El devoto comerciante prometió entonces a la virgen de Luján que, si mejoraba, levantaría una capilla con su imagen en las tierras usurpadas a los huarpes, para mayor gloria del culto, la Iglesia y de Dios.
Aquella capilla, mandada a levantar en acción de gracias por el comerciante español, dio origen al actual departamento de Luján de Cuyo, ubicado 19 kilómetros al sur de la capital mendocina. En sus 105.000 kilómetros cuadrados, habitados con una densidad poblacional de casi 22 habitantes por unidad, la rica economía departamental se basa en el turismo, la minería, la agricultura y las industrias metalmecánica y del petróleo. De esta última, se destaca la fabricación de carbón de petróleo, también llamado carbón de coque.
Como puede apreciarse, en la génesis de la actual sociedad mendocina intervinieron activamente la concupiscencia, la codicia, y la subordinación obsecuente a las autoridades divinas y terrenales. Cóctel fatal que, aún hoy, sigue inmolando víctimas elegidas al azar entre los sectores más desprotegidos de la comunidad, como se verá en el transcurso del presente trabajo.
Perdriel es uno de los 14 distritos que conforman el departamento de Luján de Cuyo. Lo atraviesan la avenida San Martín, también conocida como la “ruta 40 vieja”, y las vías del ex ferrocarril San Martín. Un poco más al sur del río Mendoza y el Bajo Luján se ve, sobre la izquierda, el imponente galpón de chapas de la estación ferroviaria Perdriel; y detrás de la misma, la humilde barriada obrera –construida con fondos del I.P.V., Instituto Provincial de la Vivienda- llamada “Cuadro Estación”.
Allí vive, en la manzana B, casa 2, la familia compuesta por César Morán, su mujer Miriam Rosales, y los siete hijos del matrimonio: Mario, Aldana, Rosita, Pablo, César, Diego y Vanesa, ésta última casada con Raúl Frías, y el pequeño hijo de ambos: Raúl Alexander Frías Morán. El octavo hijo, Mauricio Matías, ya no vive: fue arrebatado del hogar por un perdigón de plomo policial, a la temprana edad de 14 años, en la tarde del 5 de mayo de 2006.
La historia de los Morán no se diferencia de la de cualquier otra familia obrera mendocina: el padre trabaja la tierra en la finca perteneciente a la familia Santaolalla, de donde proviene el conocido músico y productor Gustavo Santaolalla. Su esposa Miriam, también conoció de muy pequeña –desde los 9 años- los sinsabores del agotador trabajo en las chacras.
Cuando la precaria economía familiar se tambaleaba, los hijos del matrimonio debían suspender sus estudios para buscar en las chacras el dinero necesario con que sostener a su familia.
Y entre éstos, el joven Mauricio era quien más se esforzaba por conseguirlo: ya desde los diez años, tuvo que familiarizarse con las tareas propias del peón rural: arrancar cebollas, cosechar tomates, plantar ajo. Miriam recuerda a su hijo con lágrimas en los ojos: “era muy guapo mi negro, a pesar de la edad que tenía; era el más compañero mío”. Su último empleo consistió en la pesada tarea de abrir surcos para los Santaolalla, en abril de 2006, un mes antes de su asesinato. De los escasos 90 pesos que ganó en esa oportunidad, gastó 60 en comprarse el uniforme para la escuela, y entregó los 30 pesos restantes a su madre, para ayudar en la economía familiar.
Miriam no quería perpetuar su historia en sus hijos, e insistía para que Mauricio continuara los estudios. El hubiera preferido abandonarlos; le decía: “yo voy a ser alguien sin estudiar, trabajando”, y su máxima aspiración era comprarle una casa nueva a sus padres. A pesar de ello, pudieron más los ruegos de su madre; y si bien sus notas no destacaban de la media, era un alumno aplicado.
Joven sociable y de permanente buen humor, tenía una debilidad especial por “Rocco”, su perro Doberman. Debido a su carácter jovial, era muy apreciado por los vecinos del barrio. Cuando se arreglaba para salir, solía responder al paternal “¿dónde vas?” con un alegre: “donde me lleve el viento” , dado que tenía por costumbre ir haciendo sociales de casa en casa por el barrio.
Una de estas casas era la de su amigo Angel Sosa, de 13 años, quien vive con su padre, Raimundo; su madre, Alejandra Corvalán, y sus cuatro hermanas: Elizabeth, Carolina, y las pequeñas Milagros y Micaela. Cuando hace nueve años la familia se mudó desde Drummond a Cuadro Estación, se encontró con que la vivienda entregada por el IPV carecía totalmente de puertas, ventanas y artefactos sanitarios; al principio tuvieron que poner trapos en las ventanas, y bloquear la puerta con un ropero.
Raimundo trabaja como peón rural en las viñas; y Alejandra, su mujer, estuvo empleada en un restaurante hasta el nacimiento de Micaela. Angel también sale a trabajar cuando es necesario: junto a su madre consiguieron una changa para desbrotar viñas, labor que obliga a trabajar agachado y que provoca dolor de cintura al concluir la jornada, por la cual se paga un peso con 20 centavos por cada tacho recogido de 20 kilos de peso.
Sin embargo, ni estas labores, ni el balazo policial alojado en su glúteo izquierdo desde la tarde del 5 de mayo de 2006, impidieron al joven Angel aprobar en 2007 el 8º año escolar, con la sobresaliente nota promedio de 8,71 que ostenta su último boletín.
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(Click para ampliar la imagen) Boletín escolar de Ángel Sosa. Nótense las altas calificaciones obtenidas en las diferentes materias, y el concepto que mereció en el rubro "Respeto a las normas de convivencia" (Curso escolar 2007).
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Pero uno de los problemas más acuciantes para los pobladores de Cuadro Estación llega con el invierno, cuando el termómetro marca temperaturas que alcanzan hasta los cinco grados bajo cero. Al no disponer de una red de gas natural, los vecinos combaten el intenso frío con el uso de salamandras, arcaico sistema de calefacción cuyo costo resulta imposible de sostener, debido a la precariedad de sus ingresos como trabajadores rurales.
La disyuntiva era congelarse, o hacer algo: la solución práctica vino en los vagones repletos de carbón de coque, arrastrados por los trenes de la empresa ALL, y que pasan regularmente ahí nomás, a escasos diez metros de las casas de los vecinos. Congelarse, o hacer algo: el instinto de supervivencia es más poderoso que la sumisión a las leyes, que protegen el derecho de las grandes empresas a enriquecerse, pero no contemplan el derecho primario de los desamparados a la vida.
No hay registros que indiquen cuándo se comenzaron a parar los trenes. Al principio se obstruían las vías, ya con objetos contundentes, ya con el barrio entero parado sobre los rieles; pero luego, los maquinistas comenzaron a ingresar al sector a marcha reducida, permitiendo a los chicos más ágiles treparse a la formación para desconectar la manguera del aire comprimido que habilita el freno del tren.
Una vez detenido el convoy junto al barrio, los jóvenes arrojaban trozos de carbón al terraplén, para ser recogidos más tarde por todos los vecinos. Era costumbre que, cuando el maquinista consideraba que ya se había sacado lo suficiente, los guardias policiales hicieran disparos al aire, a guisa de señal de partida.
Según testimonian los vecinos, se necesita una buena salamandra para quemar el coque, dado que sus emanaciones son altamente tóxicas. Una fuga en la instalación podría provocar la muerte de la familia entera. Pero, ante la crudeza del invierno, es necesario correr el riesgo, dado que –según dicen- “se ahorra un montonazo de leña”. No es prerrogativa del pobre elegir; sólo puede optar.
Y dentro de esas opciones, se encuentra la posibilidad de vender parte del coque para comprar comida. No faltan los comerciantes que sueltan algunas monedas para revenderlo después a otros desamparados; tampoco escasean los chacareros que hacen una verdadera ganga comprando el carbón a precio vil, para combatir en sus fincas el efecto de las heladas. Un negocio redondo para los que más tienen, como pareciera ser el leit motiv de la actual sociedad.
Lógicamente, estas acciones tenían que traer en algún momento su secuela de sangre. Ya en 1995, los disparos policiales no iban dirigidos al aire, sino a la gente: según recuerda Hilda Juárez, ex directora de la escuela “Domingo French”, un alumno suyo de 12 años apellidado Cuevas recibió un balazo de goma, tras lo cual cayó a las vías. El tren, literalmente, lo cortó en dos. Otro chico, llamado Bustos, murió aplastado por un camión cuando iba en bicicleta por la 40 vieja, para vender un poco de carbón en las chacras. Un accidente que jamás habría ocurrido en una sociedad que protegiera a toda la infancia, no con declaraciones altisonantes, sino con auténticos amor y libertad.
Según las crónicas periodísticas, las apropiaciones de carbón tuvieron un pico de incremento después de la brutal crisis de diciembre de 2001: diez casos en los últimos cinco años, especialmente entre 2002 y 2003. Las empresas estaban decididas a no permitir más estas acciones. Al fin y al cabo, su objetivo –perfectamente legal- es el lucro, no la caridad. Si el pobrerío quiere algo, que se lo pida a Cáritas, o al gobierno.
En la noche del 4 de mayo de 2006, el frío se hizo sentir en el barrio con la más cruda intensidad; pero al día siguiente, a las 14:35, llegaba la salvación, materializada en la roja locomotora del tren M-24 de América Latina Logística, con su preciosa carga de carbón de coque, procedente de la Destilería Repsol YPF. El barrio entero salió a las vías a recibirla; y allí, por supuesto, estaban los dos amigos: Mauricio Morán y Angel Sosa.
2. Feos, sucios y malos
os sucesivos intendentes de Luján de Cuyo han jerarquizado desde siempre la actividad fabril, hasta el punto de conformar un distrito específico llamado Zona Industrial, el cual –según la página web oficial del municipio- cuenta con exención de impuestos, tasas y derechos aduaneros, franquicias que tienen por objeto alentar “la entrada de capitales nacionales y extranjeros, provocando así la disminución de gastos y mayor eficiencia” en la rentabilidad de las empresas.
Una de las firmas extranjeras atraídas por tales privilegios es la española Repsol YPF, cuyos accionistas recogen hoy los frutos regados con sangre huarpe por los antiguos conquistadores hispanos, desde aquel lejano año de 1561 en que tomaran posesión de las ricas tierras del Cuyo.
Allí se encuentra la Destilería de Repsol YPF, dedicada al procesamiento de petróleo crudo, del cual se obtienen productos residuales tales como el carbón de coque. Este producto, que posee un elevado contenido en carbono, se utiliza como combustible para la producción de electricidad, cemento, y el funcionamiento de los altos hornos siderúrgicos. También se emplea en la fabricación de briquetas de coque (una especie de ladrillos), con los cuales los estancieros atemperan el efecto de las heladas en sus viñedos y plantaciones.
Según un informe de la Universidad Nacional de Cuyo, Repsol YPF produce al año solamente en la Destilería Luján de Cuyo 474.000 toneladas de coque. A nivel nacional, la empresa alcanza las 928.000 toneladas. Como puede apreciarse por estos guarismos, las pérdidas originadas por la acción de los humildes mendocinos, representa una cifra insignificante: si se considerara que en cada apropiación los vecinos pudieran acarrear diez toneladas de carbón –cifra por demás irracional, pero útil a efectos comparativos-, el porcentaje perdido sería de 0,0021 % al año. Y va de suyo, que la cantidad realmente apropiada es sensiblemente menor.
La ruta del coque utiliza un corredor ferroviario que parte de la Destilería de Repsol YPF, recorre unos 20 kilómetros hasta el distrito de Perdriel, atraviesa el departamento de Maipú y arriba a Palmira, en San Martín, de donde se dirige a su destino final en la ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires. Una vez llegado a destino es entregado a la firma Copetro, empresa sobre la cual pesan graves denuncias por contaminación ambiental en Ensenada, situación ésta que no eriza un solo cabello de los accionistas de Repsol, abocados a la tarea de lucrar por encima de banales consideraciones ético-ambientales.
Claro que la imagen mediática de la empresa necesita una coartada: para ello, asegura mantener una reserva ecológica cercana a la Destilería, con el autoproclamado objeto de “detectar alteraciones resultantes de la actividad industrial y tomar acciones correctivas en forma inmediata”, según afirma su página web, aunque sin hacer mención alguna de los logros obtenidos.
No menores cargos pesan sobre la transportista brasilera ALL (América Latina Logística), concesionaria de los trenes de carga del ex Ferrocarril General San Martín. “Gente que nunca para. Ese es nuestro lema de trabajo”, reza su página web, agregando que la empresa cuenta con “20.000 kilómetros de líneas férreas en Brasil y Argentina, más de 1.000 locomotoras, 29.500 vagones, 1.200 camiones, y 160 Road Railers que transitan en las rutas y en las vías”.
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Una formación de América Latina Logística. (Foto L. Yommi, 2007) |
Sería “maravilloso” que tan grande empresa nos honrara con su presencia en Argentina si no fuera porque, según la Auditoría General de la Nación, es algo remisa a cumplir con las obligaciones emergentes del contrato de concesión ferroviaria. En el expediente figuran lindezas tales como que ALL “no respeta las condiciones de carga máxima establecidas para la circulación de trenes”, y que “ha abandonado totalmente la infraestructura, estaciones, galpones y demás dependencias”. En buen criollo, lo que se dice un clavo remachado.
Los intereses de estas empresas son garantizados por los gobiernos nacional, provincial y municipal, los cuales ponen a su disposición a la siempre controvertida Policía de Mendoza, que tiene el dudoso mérito de figurar en quinto lugar en el ranking de la muerte, según el último informe presentado por CORREPI (Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional). En efecto, desde 1996 hasta la fecha, los guardianes del orden locales anotaron 110 casos de ejecuciones sumarísimas –el llamado “gatillo fácil”, aunque cabría preguntarse si existe un “gatillo difícil”-, entre los cuales el caso más renombrado fue el de Sebastián Bordón, en 1997.
El Poder Ejecutivo está orgulloso de esta guardia pretoriana: el ex gobernador Julio Cobos , hoy vicepresidente de la Nación, solía “reconocer la labor de la Policía” e instaba a “confiar en ella”.
Tanto es así, que en 2003 se le confió a este cuerpo la detención masiva de “menores carenciados”, a efectos de no echar a perder “el desarrollo de las ventas comerciales producidas en la temporada turística”. Sabia medida, si las hay: nadie se siente cómodo engullendo manjares en un coqueto restorán de la peatonal céntrica, si se le planta al lado un pibe muerto de hambre, con el impertinente propósito de pedir una monedita.
Es que la seguridad de los privilegiados mendocinos está en manos de policías experimentados, egresados de la Academia con posterioridad a los tenebrosos años de la última dictadura militar. Un modelo de vigilante es, por ejemplo, el oficial ayudante Cristián Gustavo Bressant, de 29 años de edad, nacido en 1976, hijo y nieto de policías, casado y con un hijo bebé, domiciliado en Barrio Amupol II, manzana B, casa 12 de San Roque, Maipú, provincia de Mendoza.
Bressant egresó de la Escuela de Cadetes en 1997 y tenía un legajo impecable, con seis distinciones, siendo la última de marzo de 2006, por su desempeño en la vendimia.
Sin embargo, su estrella se opacó alrededor de las 14:30 del 5 de mayo de 2006, cuando en respuesta a un llamado del Comando Radioeléctrico, ordenó a su chofer –el oficial auxiliar Pablo Sáez- que enfilara el móvil 1550 de la Compañía Motorizada de Luján, un Renault Clio patente FET-519, para el barrio de Cuadro Estación Perdriel.
En el camino, los policías escucharon dos veces más el pedido de apoyo. Bressant tomó entonces su escopeta Winchester 300 calibre 12.70, numeración L8274783, y comenzó a cargarla con los cartuchos color verde conocidos en la jerga como AT (anti-tumulto), que contienen postas de goma. Y así, armado y municionado, fue al encuentro de su destino fatal: destruir la vida de Mauricio Matías Morán, y con él, para siempre, la de toda su familia.
3. Operación Masacre
erían alrededor de las 14 horas del viernes 5 de mayo de 2006 cuando el jefe del tren, Santos Carlevaris, se aseguró de que todo estuviera listo para partir. Los policías de custodia, Dante Vera y Edgardo Zapata, estaban debidamente ubicados en la cuadrícula de la formación. El jefe izó entonces su pañuelo verde y el maquinista Alejandro Andrés accionó los comandos que hicieron arrancar, con débiles chirridos, la vieja locomotora Diesel del carguero M-24, pintada de rojo y adornada con las banderas argentina y brasilera, desde que América Latina Logística había obtenido la concesión del corredor ferroviario.
Minutos después, la formación había ya abandonado la Destilería Repsol YPF en Luján de Cuyo, y se desplazaba con rumbo sur-norte en dirección a Palmira, final del primer tramo del viaje. Ya desde lejos, se divisaba el enorme galpón de chapas de la estación Perdriel. Pero a medida que se acortaba la distancia, podía verse a una pequeña multitud de personas parada a ambos costados de la vía. “Otra vez”, murmuró para sí el maquinista Andrés, mientras reducía la velocidad del tren.
Intercambió una mirada con el jefe Carlevaris, quien se limitó a alzar los hombros. Al llegar a la estación, el tren se había detenido solo. Andrés miró su reloj pulsera: eran las 14:35. Los chicos apostados a la entrada de la estación habían hecho su trabajo, y unos cuantos pibes trepaban ya a las vagonetas, desde donde arrojaban los trozos de coque hacia el terraplén.
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Montículo de coke amontonado en Cuadro Estación Perdriel. |
En la esquina de su casa, a pocos metros de la formación detenida, estaba César Morán junto a su esposa Miriam, su hija Vanesa y su yerno Raúl Frías, quienes miraban cómo jugaba en el suelo del terraplén el pequeño Raúl Alexander, que contaba por entonces con sólo 18 meses de edad.
Casi al lado de ellos, pero trepados a un vagón, Mauricio y su amigo Angel descargaban carbón, mientras intercambiaban chistes.
El maquinista no esperó demasiado. Apenas vio formados unos cuantos montículos de carbón a los costados del tren, pidió: “¡No bajen más, dejen ir!” , pero nadie le hizo caso. Los custodios se bajaron entonces para abrir los grifos del sistema de frenos, y fueron recibidos con silbidos, y hasta con alguna piedra que pasó por encima de sus cabezas. Amedrentado, el agente Dante Vera llamó al 101 para pedir refuerzos.
A los pocos minutos arribó el móvil policial 1393, una Ford Ranger al mando del oficial Belgrano y conducida por el agente López, quien estacionó del lado oeste de las vías, de frente al lateral del tren, por detrás del cual quedaban las casas del barrio Cuadro Estación.
Belgrano descendió del vehículo, portando su escopeta marca Rexio con 4 cartuchos de posta de goma, con la cual hizo dos disparos al aire, a efectos de avisar que se “había terminado la joda”. Casi enseguida llegó otra unidad, la 1550 al mando de Cristián Bressant y conducida por Pablo Sáez, que se estacionó cerca de la Ranger de sus colegas, al lado de una planta de algarrobo.
Bressant se bajó del móvil y comenzó a avanzar en dirección a la formación, balanceando su Winchester 300 de una manera amenazante. “Venía desencajado, como un pistolero”, recordará más tarde Alejandra Corvalán. Mientras caminaba, hizo también dos disparos al aire con postas de goma. En ese momento, los pibes del barrio comenzaron a bajarse del tren. Angel y Mauricio también lo hicieron, quedándose junto a sus familiares.
Entretanto Bressant pasó por debajo del tren, quedando del lado este de las vías, donde había varios vecinos, entre ellos las familias Sosa y Morán. El oficial se dirigió hacia la esquina donde estaban ellos, siempre en actitud atemorizante; Raúl Frías recuerda que “venía moviendo el arma, en dirección hacia nosotros, como provocándonos”.
En ese momento, sonaron dos disparos más, provenientes del otro lado de las vías: era el oficial Belgrano, que descargaba los dos últimos tiros de su escopeta. Pero esta vez, en lugar de disparar al aire, había apuntado hacia abajo; lo que provocó que las postas de goma, después de rebotar en el piso, salieran veloz y desordenadamente a baja altura en dirección este, donde estaba Bressant pavoneándose con su arma.
Una de estas postas repicó en la pierna del oficial, quien se asustó y pegó un salto, tras el cual trastabilló y tropezó con uno de los montículos de carbón. Miriam Rosales no se dio cuenta de que Bressant había sido tocado por un proyectil; y la escena de ver a ese hombre que se mostraba tan gallardo, asustándose por un simple tiro de escopeta, le causó mucha gracia, rompiendo a reír. Bressant la escuchó. Mauricio, que algo debió ver en los ojos del policía, dijo a su madre por lo bajo: “Mami, no te rías, a ver si éste te pega un tiro”.
Para entonces, el tren ya había terminado de salir de la estación. Atravesado por negros pensamientos, Bressant cruzó la vía y se encaminó en dirección a su móvil, dentro del cual lo esperaba su chofer, el agente Sáez. El oficial Belgrano, que estaba más cerca de la Ranger, hacía lo propio. En tanto, la gente del barrio comenzó a recoger el carbón amontonado en el terraplén. Los Morán se quedaron en la esquina, mirando jugar al bebé; Mauricio y Angel se habían sentado en una acequia.
Bressant siguió caminando en dirección a su móvil, dándole la espalda al barrio; pero cuando le faltaba poco para llegar, cambió de opinión; se dio media vuelta, avanzó unos pasos en dirección al mismo y, apoyando la escopeta por debajo de la cintura y en forma paralela al piso, apuntó hacia donde estaban los Morán, haciendo fuego dos veces sin cambiar la posición de tiro.
Acto seguido apoyó la escopeta en un hombro, siempre apuntando a la esquina donde estaban los Morán, y volvió a disparar.
Alejandra Corvalán, que en ese momento se hallaba subiendo a la vía a una cuadra de distancia, reaccionó inmediatamente, poniendo a resguardo a sus hijas más pequeñas. Miriam Rosales, por su parte, sólo pudo atinar a buscar refugio en el portón de su casa. Raimundo Sosa, al escuchar el disparo, se dio vuelta justo para ver que Mauricio Morán se dirigía tambaleándose, en estado de conmoción, en dirección a su casa.
Lo primero que vio Vanesa fue el cuerpo ensangrentado de Angel, tirado en el suelo, y gritó: “¡Le pegaron un tiro al Angel!” Pero cuando se volvió hacia su hijito, que un instante atrás jugaba en el terraplén, creyó enloquecer: el cuerpecito yacía también en el piso, retorciéndose de dolor. Desesperada, tomó a su bebé en brazos y corrió junto a su marido en dirección al móvil de Bressant, distante unos cincuenta metros. César Morán, su padre, los seguía a corta distancia.
Para entonces, el oficial no las tenía todas consigo: un importante grupo de vecinos había reaccionado arrojando primero una lluvia de piedras sobre los móviles, y luego arrinconándolo a él contra el baúl de su unidad, impidiéndole dar la vuelta para meterse dentro del vehículo.
Al mismo tiempo los Morán llegaban al patrullero, dentro del cual estaba el agente Sáez. Este, dominado por el temor, había trabado las cuatro puertas del Renault Clio. A través del vidrio, César le hizo señas mostrándole al bebé, cuyo dedo ensangrentado le colgaba por un tendón de la manito derecha, y le pidió mediante gestos que los llevaran al hospital.
El chofer, obstinado, ignoró por completo los ruegos del atribulado abuelo, quien estalló en imprecaciones: “¡Hijo de puta, qué le hiciste a mi nieto! ¡hacete cargo, mirá la cagada que te mandaste!”. Raúl Frías, padre del bebé, no pudo más, y la emprendió a puntapiés contra la puerta del patrullero, en un desesperado intento por forzarla.
En ese momento, la gente enardecida increpaba a Bressant, diciéndole que lo iban a denunciar; palabras éstas a las cuales el oficial, con aire altanero, respondió: “A mí nunca me van a hacer nada”. Fuera de sí ante la insolente respuesta, uno de los vecinos le propinó al arrogante policía un violento puñetazo en pleno rostro.
Al ver esto, el agente Sáez destrabó las puertas y salió del patrullero, con el objeto de auxiliar a su compañero; esta circunstancia fue aprovechada por Raúl y Vanesa, quienes se introdujeron en el vehículo con el bebé en brazos. Los vecinos dejaron huir entonces a los policías, quienes no tuvieron más remedio que llevar la atribulada familia al Centro de Salud Nº 31 “David Busana”, -conocido como “la salita”-, ubicado en las calles Serpa y República del Líbano, de Luján de Cuyo.
Mientras esto ocurría, Miriam –que se había refugiado en el portón de su casa- vio aterrorizada cómo Mauricio llegaba tambaleándose y agarrándose de las paredes, para caer exánime a los pies de su madre. La ambulancia se tomó sus buenos minutos en llegar. A Angel lo sostenía un vecino; de su herida manaba mucha sangre. Mauricio había perdido el conocimiento, y viajaba sentado y apoyado en su padre, quien creía que simplemente se había desmayado por la conmoción, dado que no sangraba ni presentaba heridas visibles.
Cuando llegaron a la salita, los enfermeros colocaron a Angel y a Mauricio en consultorios contiguos. Ya estaban allí Raúl, Vanesa y el bebé. Durante la larga espera para ser atendidos la psicóloga del Centro, licenciada Aruani, se puso a charlar un rato con Angel; lo primero que éste preguntó, con un hilo de voz, fue: “¿Y al Mauro, qué le pasó?”.
Momentos después, un médico se acercó a Raúl Frías. Con grave expresión en el rostro, y en referencia a Mauricio Morán, le dijo: “Tenemos que hacer algo por los que están heridos. Por él, ya no se puede hacer más nada”. Vanesa, en el paroxismo de la desesperación, rompió a llorar sobre el cadáver de su hermano: “¡Mauro, no le podés hacer esto a tu mamá, no podés morirte!”. Raúl, absolutamente sobrepasado por la sorpresa, el dolor y la indignación, no encontró otra salida para sus nervios alterados que romper, a puñetazos limpios, los vidrios de la salita.
Los médicos determinaron después que un perdigón de plomo policial ingresó en el cuerpo de Mauricio Morán, un poco más abajo de la tetilla izquierda. El impacto le rompió una costilla, la cual se incrustó en el corazón, obstruyendo la salida de sangre. Fue así como, lentamente, su corta vida se fue apagando. Angel recibió el disparo en su glúteo izquierdo; y al bebé le fue virtualmente arrancado el dedo anular derecho, por pérdida de sustancia ósea en la segunda falange.
El operativo policial había sido ejecutado con todo éxito. Los ejecutivos de ALL y Repsol YPF ya podían relajarse y cenar tranquilos: difícilmente a alguien se le ocurriría volver a parar una formación ferroviaria, cuyos vagones transportaran orgullosamente su preciado carbón de coque.
También el Ejecutivo provincial podía seguir ufanándose de la eficacia de su guardia pretoriana, que le guardaba las espaldas mientras éste se abocaba a las cosas verdaderamente importantes de la política. En efecto, instantes después de la muerte de Mauricio Morán en la humilde salita mendocina, el gobernador-ingeniero Julio Cobos inauguraba en Gualeguaychú el acto organizado por el gobierno nacional en repudio a las papeleras uruguayas, dando así un poderoso impulso a la carrera que finalmente lo llevaría a la vicepresidencia de la Nación..
4. El día del chacal
a magnitud del crimen impidió que se evadiera la instrucción de un proceso judicial. Por ello, los seis policías fueron detenidos hasta que se precisó la responsabilidad de Bressant, quien quedó alojado en “Caballería”, la unidad vip para miembros de las llamadas fuerzas de seguridad.
Durante la instrucción, llevada a cabo por el fiscal Luis Rafael Correa Llano, se precisaron los distintos tipos de munición utilizados por la policía provincial. En primer término, se mencionan los cartuchos “AT” (anti-tumulto), de color verde, compuesto por postas de goma. El otro tipo es el llamado “PG” (Propósitos Generales), de color negro, que contienen nueve postas esféricas de plomo. Esta munición, según declaró el agente Sáez, está “fuera de circulación, y nos la tienen prohibida”. Un dato para recordar, por lo que se verá más adelante.
Por las evidencias surgidas durante la investigación, el fiscal pidió la prisión preventiva para el fusilador Bressant. Y fue en ese momento que el poder judicial puso en movimiento su maquinaria, con el noble propósito de proteger a este guardián del orden. En efecto, un anónimo samaritano –a no dudar, de uniforme azul y gorra entorchada- puso en manos de la jueza de garantías María Alejandra Mauricio un cartucho color verde, como el de las postas de goma, pero que contenía en su interior perdigones de plomo. Un equívoco que bien podría salvar a Bressant de una segura condena
Según el código penal, la jueza de garantías no puede incluir pruebas en el proceso, dado que su función se limita a garantizar las reglas del juego. En un caso así, corresponde entregar las evidencias obtenidas al fiscal que está instruyendo la causa. Pero hete aquí que la jueza decidió entregar el cartucho de marras a la Inspección General de Justicia, un organismo policial que en estos casos abre un sumario interno, cuyas conclusiones terminan incorporándose al expediente. De esta manera, el misterioso cartucho entró en la causa judicial, y por la puerta trasera.
A fines de agosto de 2006, la jueza rechazó el pedido de prisión preventiva, otorgando la libertad de Bressant bajo fianza de 20.000 pesos. En el escrito, la magistrada reconoce que el oficial causó las heridas del bebé; pero contradictoriamente, también dice no estar segura de su responsabilidad en la muerte de Morán, ya que otros policías también hicieron disparos.
Tan manifiesta parcialidad a favor del acusado provocó la indignación de los Morán, quienes junto a amigos y familiares protestaron enérgicamente en las puertas del juzgado, hasta que unos colegas de Bressant los “invitaron” a retirarse, so pena de verse obligados a "emplear la fuerza".
No menos ofuscado por la irregularidad del proceso legal, el fiscal Correa Llano apeló la decisión de la jueza ante la Sexta Cámara del Crimen, la cual se tomó las cosas con la parsimonia de un monje budista. Hacia principios de octubre de 2006, Bressant continuaba en libertad. Correa Llano presentó entonces un escrito explosivo: pidió la recusación de la jueza y su apartamiento de la causa, por “manifiesta parcialidad y connivencia” con los abogados de la defensa, a raíz del asunto del cartucho misterioso. El fiscal no tuvo pelos en la lengua: acusó a la jueza de “producir pruebas en el expediente”, le endilgó una “mal intencionada ignorancia” en el manejo de la causa, y atacó también a los abogados de Bressant, por padecer de “ignorancia procesal”.
Ante la virulencia de este ataque al entramado de impunidad que se estaba gestando, la Sexta Cámara abandonó sus meditaciones budistas para intervenir enérgicamente en defensa de la corporación judicial: rechazó el pedido de recusación de la jueza, alegando que “dicho proceder del fiscal supone un menoscabo del decoro y el trato respetuoso”, que la jueza “no transgredió el Código Procesal”, y que el cartucho misterioso aportado por ella fue de “vital ayuda en el caso”.
La defensa de Bressant pidió entonces la recusación del fiscal Correa Llano, por “parcialidad” en favor de los Morán. La jueza Mauricio se abstuvo de intervenir, y el conflicto quedó en manos del juez de garantías Manuel Cruz Vidal, quien –en un fallo “salomónico”- se deshizo del molesto fiscal Correa Llano apartándolo de la causa, y revocó la libertad del oficial Bressant, quien tuvo que regresar a su prisión vip en Caballería. Una jugada maestra, sin ninguna duda.
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El oficial Bressant, esposado, en compañía de su abogado defensor. |
Para abrir otra puerta de salida “embarrando la cancha”, los uniformados contaron con la ayuda del testigo Raúl Castagnino, quien aseguró haber visto a un vecino disparar contra los niños con una escopeta “tumbera” (de fabricación casera).
El otro paso de la apuesta corporativa, fue la vaguedad de las pericias balísticas: tanto la efectuada por la Policía Científica de Mendoza, como por Gendarmería Nacional, hicieron caso omiso al pedido de la parte querellante de precisar si desde la posición de Bressant –distante unos 50 metros de la víctima-, un disparo de su escopeta podría haber causado la muerte de Mauricio Morán.
Y en este punto resultó llamativo que el abogado de los Morán, Marcelo D’Agostino, rechazara con un empecinado silencio el ofrecimiento de la CORREPI de proporcionarle ad honorem un perito balístico de partes, para intentar romper la trama de impunidad que finalmente liberó a Bressant.
A Mauricio Morán, los chacales lo fusilaron dos veces. La segunda fue durante el juicio oral y público, a cargo de los jueces de la Séptima Cámara del Crimen Gabriela Urciuolo, Agustín Chacón y Pedro Carrizo. En el transcurso del mismo, los diferentes testigos fueron hábilmente intimidados, no ya por la defensa de Bressant, sino por la misma fiscal querellante Susana García, con preguntas tales como: “¿sabía que robar carbón es un delito?”. De esta manera, los testigos se amedrentaron e incurrieron en pequeñas contradicciones –la mayoría negó haber subido a las vagonetas para bajar carbón-, que sirvieron para invalidar todo su testimonio.
Y como frutilla de adorno en este postre de la impunidad, a la hora de presentar los alegatos finales, la fiscal García pidió la absolución del acusado, alabó la actuación de la jueza Alejandra Mauricio, y criticó la instrucción llevada a cabo por el defenestrado fiscal Luis Correa Llano.
Pero para sorpresa de los presentes, el abogado de los Morán Marcelo D’Agostino no se quedó atrás: pidió “la absolución por el beneficio de la duda”, declaración que, según el diario Los Andes, resulta “algo llamativa, si se tiene en cuenta que casi nunca un querellante se abstiene de pedir una pena”.
El juicio terminó el 1º de julio de 2008. Quedó acreditado que el balazo mortal partió de una escopeta policial, y que fue disparado por un uniformado. A pesar de ello, los jueces dieron unánime veredicto de absolución, y pidieron de paso el procesamiento por falso testimonio de cuatro testigos –entre ellos Raúl Frías, padre del bebé herido-, como para dejar bien en claro que el pobrerío mendocino no debió nunca haberse salido de sus caniles, al menos sin permiso del amo.
Mientras César y Miriam Morán salían del recinto bañados en lágrimas, en otro pasillo de los tribunales se producía una escena francamente reveladora: el abrazo en que se confundieron el subsecretario de Seguridad, Carlos Rosas, con el oficial Bressant Barrera. Este gesto confirma la entente corporativa, que une a los poderes judicial y ejecutivo con la policía provincial.
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Miriam Rosales, reclamando justicia para su hijo (Diario Los Andes, 24-06-2008). |
5. Los miserables
oy, el dolor en Cuadro Estación no se desvanece. El barrio entero cobró fama, desde aquella tarde, de “zona roja”: la avanzada de la ignorancia quedó en manos de remiseros y taxistas, que se niegan a llevar clientes hasta allí, a pesar de su población de simples peones rurales.
Rocco, el perro de Mauricio, murió seis meses después del asesinato de su dueño, por dejar de beber y alimentarse a causa de la tristeza. Raúl, que hoy tiene tres años de edad, enseña a cada policía que pasa su dedo destrozado, diciendo en su media lengua: “vos me hiciste esto”. Miriam no pasa un solo día sin llorar en silencio frente al retrato de su hijo, inmolado en holocausto de la propiedad privada industrial. A Angel le dejaron dentro de su cuerpo la posta de plomo, por ser peligroso e innecesario intentar extirpársela. Ya no tiene renguera al caminar, pero aun perdura el insomnio que, desde aquella tarde, le obliga a tomar pastillas para conciliar el sueño.
En la novela Los miserables de Víctor Hugo, cuando el poder judicial francés condena al joven Jean Valjean a 19 años de trabajos forzados por robar una hogaza de pan con que alimentar a su sobrino, se describe la imagen de la prueba “A”: el pancito con una etiqueta señalando la prueba del delito. Valjean, en una fuga que se prolonga durante años, es implacablemente perseguido por el inspector Javert, quien un día lo arrincona a orillas del Sena. Pero no lo fusilará, ni lo llevará detenido; agobiado por la certeza de cometer una tremenda injusticia, y por su rígido sentido de la obediencia debida a la autoridad, preferirá suicidarse arrojándose a las aguas del río antes que cometer una falta al reglamento o de ejecutar una orden aberrante.
No ocurrió tal cosa en Luján de Cuyo. Bressant no es Javert.
Hoy existe una calle en Ciudad de Mendoza que homenajea al sensible escritor francés; y amplias capas de público se emocionan al ver la adaptación fílmica de la novela. Sin embargo, esas mismas personas permanecen impávidas ante esta versión mendocina de Los miserables, ambientada en los albores del siglo XXI. O peor aún, aprueban la actuación policial en la tragedia de Cuadro Estación, por considerar que está mal “robar carbón”.
La explicación de esta incongruencia se deba, quizá, a que el Jean Valjean de la ficción es un personaje caucásico y europeo de tez blanca, rasgos que permiten al público de clase media identificarlo como un semejante; mientras que Mauricio, Angel y Raúl pertenecen al segmento de morochos carenciados menores de 25 años, señalado incansablemente por los medios de difusión como los causantes de los males que afligen a la sociedad, y como target preferencial para las policías de todo el país.
No se debe confundir a la justicia con el Poder Judicial, ya que este último es parte de la injusticia social, por ser parte –como la policía- del Estado. Al respecto, resultan esclarecedoras algunas definiciones que el escritor norteamericano Ambrose Bierce hiciera en su hoy olvidado Diccionario del Diablo:
“Justicia, s. Artículo más o menos adulterado que el Estado vende al ciudadano a cambio de su lealtad, sus impuestos y sus servicios personales.
Policía, s. Fuerza armada destinada a asegurar la protección al expolio.
Política, s. Conflicto de intereses disfrazados de lucha de principios. Manejo de los intereses públicos en provecho privado.
Voto, s. Instrumento y símbolo de la facultad del hombre libre de hacer de sí mismo un tonto y de su país una ruina.”
No menos esclarecedoras resultan las palabras de un ignoto anarquista mexicano, Práxedis Gilberto Guerrero, quien muriera –como Mauricio- víctima de un disparo policial, hace ya casi un siglo:
“La pasividad y la mansedumbre no implican bondad, así como la rebeldía no significa salvajismo (...) La justicia no se compra ni se pide de limosna; donde no existe, se hace”
Una bolsa con cuatro kilogramos de carbón cuesta en cualquier mercadito la irrisoria suma de 3 pesos con 99 centavos.
La vida de un pibe no vale nada. O, como mucho, vale menos que un pedazo de carbón.
Horacio Ricardo Silva
Buenos Aires – Mendoza, diciembre de 2007 a julio de 2008.
FUENTES
Sitios web:
http://www.mendozainforma.com.ar/Departamentos/Lujan_de_Cuyo/Lujan_de_cuyo.html
http://www.earchivo.mendoza.gov.ar
http://www.repsolypf.com.es
http://www.all-logistica.com.ar
http://correpi.lahaine.org
Diarios y revistas
Diario Digital ABC 1: edición del 31-08-2006.
Diario Uno: ediciones del 16-01-2003, 10-05-2006, 29-08-2006 y 03-07-2008.
Diario Ciudadano: edición del 01-11-2006.
Diario Los Andes: ediciones del 26-08-2006, 01-12-2006 y 02-07-2008.
Revista Anti Represivo: (Correpi). Edición de diciembre de 2007.
Diario El Sol: edición del 26-06-08.
Entrevistas del autor
A Miriam Rosales y César Morán, 16-12-2007.
A Alejandra Corvalán, Angel Sosa y Raimundo Sosa, 16-12-2007.
A Hilda Juárez, 16-12-2007.
A Marcelo A. D’Agostino Dillon, 26-12-2007.
Varias
Causa judicial, expte. Nº P-47.685/06 : “Fiscal contra Bressant, Cristian Gustavo”
BIERCE, Ambrose, Diccionario del Diablo, Buenos Aires, Jorge Alvarez Editor, 1965, con ilustraciones de Brascó. Traducción de Rodolfo J. Walsh de la edición publicada por Alber & Charles Boni Inc. (Bonibooks Series), 1935.
FLORES MAGON, Ricardo, Semilla libertaria (artículos), México, Grupo Cultural “Ricardo Flores Magón”, 1923, t. I y II.
LUZ, Luciano; PICCOLO, Emilio; ROSALES, Adrián y VALVERDE, Gustavo, Industrias y Servicios – Aplicaciones industriales del carbón. Trabajo realizado para la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza.
PUZO, Mario, El Padrino, Buenos Aires, Grijalbo, 1974.
Conceptos tomados del
“Diccionario del Diablo”, Jorge Alvarez Editor, Bs. As., 1965, con ilustraciones de Brascó. Versión castellana del original en inglés por Rodolfo Jorge Walsh, traducida de la edición publicada por Alber & Charles Boni Inc. (Bonibooks Series), 1935. Bierce fue un brillante cuentista en su país natal, aunque debido a su intransigente desprecio por la
intelligentzia local, debió soportar de ésta toda suerte de humillaciones, y el mote de “escritor maldito”. De su experiencia como oficial del ejército
yankee durante la Guerra de Secesión (1860-1864), escribió cuentos memorables como
Un incidente en el puente sobre el Arroyo del Búho. Harto de una vida carente de sentido, lo abandonó todo y cruzó la frontera con México para sumarse a las milicias del general “Pancho Villa” (Doroteo Arango), quien se hallaba combatiendo a las órdenes de Madero en la Revolución Mexicana de 1910. Nunca volvió a saberse nada de él, presumiéndose que fue asesinado por las tropas de Villa, las cuales sentían una profunda aversión hacia los “gringos” nacidos al norte del Río Bravo. Basado en su novelesca figura, el laureado farsante argentino Luis Puenzo perpetró el deplorable film
Gringo Viejo, protagonizado por Gregory Peck.