Por Horacio Ricardo Silva (*)
Estaba en su departamento de la calle Yatay, en el tanguero barrio
de Almagro, cavilando sobre cómo iba a hacer para conseguir trabajo de una
maldita vez —con 42 años de edad, el mercado laboral lo había relegado a la
categoría de obsoleto—, cuando empezó a sentir el ruido.
Primero fue un murmullo audible apenas, que luego fue creciendo
hasta convertirse en un estrépito, como de tachos batidos con frenesí. Se
vistió apresuradamente y bajó hasta la calle para ver qué ocurría: en la
esquina de avenida Corrientes, en lugar del tránsito vehicular de siempre,
ardían dos pilas de neumáticos incendiados, alumbrando la noche; y entre la
negra humareda, se veían pasar cantidad de pequeños grupos de gente, golpeando
ollas y cacerolas, caminando por la ancha calzada hacia el centro de la ciudad.
Había algo de mágico e hipnótico en aquella marea humana. No era una
marcha de protesta convencional; no había banderas, gritos, cantos ni
consignas. Sólo la gente que caminaba, en silencio, castigando con tapas y cucharones
sus ya abollados utensilios de cocina. Fascinado por aquel hechizo colectivo se
unió a la multitud, sin saber adónde iba, ni para qué.
Ver artículo completo (en castellano):
[1] La reconstrucción de los hechos del 19 y 20 de diciembre de 2001 se
ha realizado en base a los diarios Página 12 y Clarín, y a los recuerdos
personales del autor.
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