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martes, 25 de enero de 2011

Damiana


Poema de Nora Bruccoleri, perteneciente a su nuevo libro (en edición):
 "Manuscrito de Los desterrados" 

El 25 de septiembre de 1896, unos colonos blancos dispararon sus armas de fuego sobre un grupo de indios aché (Paraguay oriental) que se hallaban almorzando. Como resultado de la descarga, murieron todos los miembros de una familia, excepto una bebita de no más de un año de edad, la cual fue secuestrada y remitida a Buenos Aires. La niña, bautizada Damiana, fue utilizada en vida como sirvienta y objeto de estudios antropológicos. Al  fallecer a los 14 años, víctima de la tuberculosis, se decapitó al cadáver para enviar la cabeza a Alemania, donde fue exhibida en la Sociedad Antropológica de Berlín. 
(Información extraída de: contratapa de Página/12, 19 de junio de 2010, por Osvaldo Bayer)
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/index-2010-06-19.html



Desde el desconsuelo de un retrato
la armadura de la memoria
hurga voraz
entre  rotundas huellas,
que concluyen con ostracismos
degolladores de la verdad.
Esclarece penetrar
a más de un siglo
en lo acaecido
a hombres y mujeres guayaquíes.
Habitaban la intemperie
de la invasión
que refrendó vasallajes
en páramos de matanza,
los que estremecen
en la evocación.
Y aunque la tardanza
en resarcir la humillación
aún adormece a la historia,
con enhiesta disposición
confirmamos refugios
de lo honroso.
El pueblo Aché,
germinadores del Paraguay
pujan otro hálito
desde que su tierra guarece
a quien fuera una niña
que fotografió
el dolor
a fin de mil ochocientos.
Damiana tuvo las esmeraldas
de otro nombre.
Su rapto lo segó,
como al fulgor de su año
y al definitivo idioma
que cabía en la palabra mamá,
su Caibú.
Desde el rapto
el ultraje
a los pámpanos de su decencia,
a la espesura de su paisaje.
El desgarro
a la vecindad con el agua
de su gente.
La abatió ese bautismo
que revelaba el crimen
de sus mayores.
La volvieron fregona
de quienes mancillaron
su lozanía.
En Damiana eternizó
la orfandad de las aves,
por lo aterido
ante la vergonzante desnudez.
La infamia insaciable
concertada en pos de la ciencia
la exploraba
mutando saber por crueldad.
Lo despiadado la profanó
y la solidez de una tisis
mató a sus catorce años.
La travesía de lo sangriento
la acompañó en la muerte.
Ensombrece a lo humano
el menoscabo que decapita
los índices del sentido.
Damiana pasó por la guillotina
de la desgracia.
Sin remordimiento
de Buenos Aires a Berlín
su cabeza mutilada
por afanosas observaciones,
esto delata visajes
de arrogante inmoralidad,
así como el resto de su osamenta
en la impavidez del museo
que aún debe dar retorno
a tanta Raigambre
del país guaraní.

Nora Bruccoleri
Mendoza, junio de 2010.

lunes, 24 de enero de 2011

Carmen

     La protagonista real de esta historia se llama Claudia Columba; originalmente se modificó su nombre, con el objeto de preservar su derecho a la privacidad. No obstante, a raíz de que a la propia interesada le resulta indiferente figurar con su nombre real, y al bello corolario que tuvo esta historia en mayo de 2011,  el autor decidió hacer mención de su identidad, manteniendo el nombre ficticio de "Carmen" como título y personaje del presente relato, por haber circulado así desde un principio.
     Valga este sencillo trabajo como un homenaje a aquellas mujeres que, para abrirse camino en una sociedad decididamente hostil, debieron "endurecerse sin perder jamás la ternura", como reza la frase atribuida a Ernesto "Che" Guevara. Valga, pues, como homenaje a Claudia, en representación de todas aquellas mujeres.
Horacio Ricardo Silva, 22 de junio de 2011.


O
currió en la calurosa tarde del 23 de enero de 2011 en la línea del ferrocarril Roca, ramal Alejandro Korn, un lugar en el mundo donde, como decía el parmesano Giovanni Guareschi respecto de su tierra natal, pueden suceder cosas que no ocurren en otra parte.

Carmen —llamémosla así— vive en Korn desde hace seis años. Fue una vida difícil la suya: entre un padre que la abandonó siendo muy niña, una madre egoísta y cruel y un marido que ejercitaba puching-ball en su vientre fecundado, la llevaron a una crisis de salud mental que la arrojó dentro del hospital Estévez. Pero Carmen no se entregó. Simulaba tragar las pastillas de Risperidona, y las escupía cuando nadie la veía. Quería salir entera para ocuparse de su hijo. Y lo logró; aunque su hijo... bueno, la historia de su hijo, es ya otra historia.
Aquella calurosa tarde Carmen tomó el tren, como siempre, en Constitución. Pero, como casi siempre, la formación se detuvo en Témperley, vaya a saberse por qué cruel ensañamiento del destino.
Ese día calzaba unas sandalias cuyas tiras le lastimaban el pie. Se sentó en un banco de la estación para esperar el primer tren que saliera, acariciándose la piel lastimada por la fricción y el sudor.
Y en ese momento, llegó a sus oídos una voz angelical. Una joven mujer con un avanzado estado de embarazo, sentada a su lado, le estaba ofreciendo una Curita. Así como así, de onda, nomás.
Ambas se pusieron a charlar. La joven expresó su desaliento por tener la certeza de que el tren iba a venir repleto, y de que nadie le iba a ceder el asiento.
—Pero si el asiento te lo tienen que dar; en cada vagón vienen uno o dos reservados para gente con "movilidad reducida" y embarazadas... —le dijo Carmen.
—No, no... yo no me animo a pedirlo... me da vergüenza... —contestó ella.
Siguieron charlando de otros temas, mientras Carmen pensaba: como que no se lo quieran ceder... van a ver la que se arma.
Porque así es Carmen. Vaya usted a prepotearla, y verá cómo vuelan sus amígdalas por el aire. Pero si la trata con respeto y humildad, le cederá hasta el último bocado que guardaba celosamente, y que iba a constituir su única y frugal cena.
Y el tren llegó, nomás, lleno hasta decir basta. Las dos mujeres subieron. Carmen se dirigió como pudo hasta el asiento reservado.
Éste se hallaba ocupado por una mujer gorda, con cara de pocos amigos. Y frente a ella, estaba sentado un hombre que la acompañaba, con el mismo gesto de acritud y menosprecio por sus semejantes.
Carmen le pidió cortésmente al mencionado caballero el asiento para la joven, quien no podía con su alma en el vagón repleto a 34º grados de temperatura, sosteniendo una panza que prometía —al menos— dar a luz a un futuro luchador de sumo.
El individuo en cuestión, con ese concepto de la solidaridad que suele caracterizar a los argentinos bien nacidos, le espetó:

—Mirá, le voy a ceder el asiento, pero solamente para que no me rompas más las pelotas...

Carmen, que tiene mucha calle —por la desventurada situación que la obligó a ganarse la vida, allí donde nadie debería verse obligado a ganársela— le contestó sonriendo:

—Ahh... ¿pero vos tenés pelotas...?

El Argentino Bien Nacido, con un rictus de ironía salvaje y varonil, seguro de su triunfo sobre esa hembra débil y estúpida, le desafió:

—Claro que tengo... ¿te las muestro...?

Touché. La partida estaba a favor del Bien Nacido. Ya el gallardo Argentino se llevaba la mano hacia el cierre del pantalón, amenazando con bajárselo.
El tiempo parecía haberse detenido en el interior de aquel tren. Los pasajeros, que siguieron toda la secuencia, estaban expectantes. Nadie, desde luego, osó intervenir: éste era un duelo entre dos, el conflicto les era completamente ajeno.
Y fue entonces cuando un soplo de inspiración divina atravesó el alma de Carmen. Como un monstruo surgido de las entrañas de la tierra, el odio de toda una vida de maltratos y humillaciones afloró a su rostro en una sonrisa cruel, que sus labios paladearon mientras pronunciaban la feroz sentencia, la condena atroz al impenitente y desaprensivo pecador:

—No... no lo hagas... mirá; pasa que no traigo conmigo el microscopio...

La carcajada general de los pasajeros atronó el vagón, como la descarga de un pelotón de fusilamiento. Y era que, efectivamente, el Argentino Bien Nacido había sido mortalmente herido, literalmente fusilado. Rodaban ya por el suelo, desangrándose en estertores de agonía, los restos patéticos de aquel atributo que alguna vez creyó poseer: su condición de macho, la reputación de su hombría.
La Mujer Gorda que le acompañaba, espantada por la mutilación del ex hombre —y temiendo le tocara el turno a ella en la próxima ejecución—, se apresuró a levantarse de su asiento, el cual fue alegremente ocupado por la joven embarazada.
Y así fue. Hechos como éste, de rigurosa verdad histórica, acontecen en las cercanías de Alejandro Korn; un lugar en el mundo, donde pueden suceder cosas que no ocurren en otra parte.

Horacio Ricardo Silva, 25 de enero de 2011.

(Post scriptum, 22/06/2011): El 20 de mayo de 2011 la protagonista de este relato, Claudia Columba, celebraba su cumpleaños en compañía de familiares y amigos, entre los cuales se cuenta el autor de estas líneas. Al derivar la conversación hacia la historia relatada más arriba y su publicación en este blog, Claudia contó algo que conmovió a los presentes: "Ah, no les conté: hace poco me volví a encontrar en Temperley con esa chica, la embarazada, que ya tenía al bebé, ¡una nena enorme...! ¿Y saben qué me dijo? Que le puso "Claudia" como segundo nombre... ¡por mí...! ja, já, ¡qué tontería...!"

Porque así es Claudia. Y así es Alejandro Korn; un lugar en el mundo, donde suceden cosas que no ocurren en ninguna otra parte.


miércoles, 19 de enero de 2011

Elsamor



Mi cabaña alejada.
Mi arroyo fresco y cristalino.
Mi mecedora y mi pipa.
Tu sonrisa y los niños
en el huerto.

Y vos mirándome
(o mirándote)
indisolublemente atrapada en mí
como la realización de un sueño
que nunca tuve.


Horacio Ricardo Silva, circa 1976.

Lux Aeternum


(Este cuento de ficción, basado en la historia de Dalia, el elefante libertario, y escrito en homenaje a Haroldo Conti y su novela Alrededor de la jaula, fue publicado originalmente en el blog cubano VerbiClara, de la licenciada santaclareña Amparo Ballester).
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Dedicado a Meca, quien vive en el Río de la Plata y en mí;
 y a Haroldo Conti, cuyos relatos acompañaron mi adolescencia

La división de Mastozoología, ubicada en el primer piso del Museo Argentino de Ciencias Naturales en Parque Centenario, era un lugar frío e inhóspito, donde rara vez llegaban los visitantes.
Entre los restos sombríos y polvorientos se destacaba la figura de un elefante embalsamado, cuyos ojos vidriosos —igual que la Gioconda—  provocaban el efecto de seguirlo a uno con la mirada por todo el recinto. Un cartel indicaba su procedencia: “Familia: Elephantidae. Orden: Proboscidea. Elefante de la India. Elepheas maximus. Distribución: Asia meridional y oriental, Cochinchina, Siam e isla de Ceilán. Pertenecen estos restos al elefante ‘Dhalia’ que durante muchos años vivió en cautiverio en el Jardín Zoológico de Buenos Aires”.
Camilo, un pibe de trece años, era uno de los pocos que se llegaban hasta allí. Dejaba la fascinación por los dinosaurios a los chicos de la primaria, que se divertían comparando a la maestra con el homo neandhertalis, o pegando chicles en las vértebras del Tyrannosaurus Rex.
De tanto ir al museo, Camilo se había hecho dos amigos: Sergio, el bibliotecario, y Haroldo, un empleado de maestranza que había sido durante muchos años guardián del Zoológico Municipal.
Solía visitar al viejo en su covacha, una oficinita mugrienta donde guardaba sus utensilios de limpieza y contaba viejas historias del Zoo, mientras cebaba mate.
Contaba, por ejemplo, cuando el rinoceronte Archibaldo arremetió contra las rejas hasta romperse el cuerno, atormentado por su reciente viudez; o cómo el cuidador Antonio logró que la mona Bobby —que se había escapado para mirar una carrera de ciclismo que se corría en la avenida Sarmiento— regresara a su jaula, simulando que la defendía de otro guardián que aparentaba atacarla.
O recordaba al director Clemente Onelli, que una vez consiguió a una mujer con el coraje suficiente para amamantar a un monito huérfano,  y otra vez se trajo caminando desde el puerto a la recién llegada jirafa Mimí, que no cabía dentro de ningún vehículo.
Pero el relato que más le gustaba oír era el de aquel muchachito que se hizo amigo de la mangosta canina; y que un día, harto quizá de verla encerrada en una jaula triste, roñosa y solitaria, la liberó para fugarse juntos a un lugar donde no hubiera barrotes, guardianes ni amargura. Aunque todo eso terminó mal –la policía los atrapó y encerró a ambos- estas historias le encantaban a Camilo, que no decía nada cuando el viejo Haroldo las repetía, olvidando que las había contado decenas de veces.
Su otro amigo, Sergio, solía darle charla y algún material sobre los animales favoritos de Camilo. Y no eran pocas las veces que éste se quedaba allí, hasta que las sombras de la noche indicaban que había llegado la hora de cerrar.
La vida del chico se centraba alrededor de esas delicias. Lo demás era rutina; ir a la escuela (donde lo único que valía la pena eran las clases del maestro Mostazo, que leía cuentos de Horacio Quiroga), llegar a casa y hacer los deberes. Y luego, nuevamente la entrada a ese mundo muerto de grandes saurios y aves, que alguna vez crepitaron de vida y hoy amontonaban polvo, delante de unos visitantes que miraban todo con cara de aburridos.
Una tarde de invierno, en que la lluvia hacía más lóbrego el lugar, sintió un sobresalto al mirar el elefante: le pareció percibir un levísimo movimiento en la quijada del animal embalsamado.
Con el corazón en un salto, miró fijamente la imagen: no notó nada extraño.
Pensó que sería su imaginación, ya fértil de por sí, y le restó importancia al asunto. Sin embargo, la impresión no le abandonó.
Desde aquella vez que le pareció ver al elefante moverse, Camilo empezó a tener pesadillas.
Un día soñó que era un animal enorme, y que corría a toda velocidad por una selva como la de los cuentos de Quiroga, huyendo de los cazadores.
Otra noche se vio embarcado en una jaula, rumbo a un país desconocido. Y una tercera vez, soñó que quería escaparse, arremetiendo contra los  barrotes como el rinoceronte Archibaldo.
—Demasiadas lecturas de la selva— sentenció su madre, agregando que si seguía imaginando demasiado, le prohibiría ir al museo a escuchar las tonterías con que ese viejo loco le llenaba la cabeza. Camilo decidió no hablar más de esas cosas.
Una tarde en que Sergio se quedó a hacer horas extras, el muchacho no se dio cuenta de que ya se había hecho noche cerrada. “Mamá me va a matar”, pensó, y saludando apresuradamente, salió de la biblioteca.
En su camino por los pasillos ahora oscuros, donde la penumbra destacaba con sombríos relieves las siluetas inanimadas para siempre, al pasar por Mastozoología creyó ver algo que le heló la sangre.
Dhalia había cambiado de posición, y lo miraba fijamente a él. Empalidecido por el terror, su mente giró entonces en un torbellino.
Como en los sueños, Camilo era el elefante. Estaba en el zoológico, frente al templo hindú. Su instinto salvaje le advirtió el peligro que representaban unos policías apostados alrededor de la jaula, armados con fusiles, que le apuntaban desde distintas direcciones.
Su enorme masa muscular se puso en extrema tensión. Sus ojos calcularon rápidamente la distancia que había entre él, la reja y esos hombres, y tomó la decisión de intentar escapar. Los amenazó irguiendo la trompa hacia el cielo, mientras emitía un profundo y gutural barrito, y tras ese preámbulo emprendió una feroz carrera hacia los barrotes.
El impacto fue tan tremendo que logró romper uno en la embestida. Aún atontado por el golpe, su finísimo oído oyó una voz seca; sus ojos entrevieron los fogonazos, y su rugosa aunque sensible piel sintió las mordeduras del plomo en un estrépito de truenos.
La sangre tibia manaba de su frente, y un furor sobrenatural lo invadió; fue entonces cuando un ser angelical se interpuso entre él y sus fusiladores, y comenzó a limpiarle la herida con suma dulzura y suavidad.
En ese momento se despertó entre los brazos de Haroldo y Sergio, que llegaron corriendo al escuchar sus gritos.
—¡Camilo! ¡Camilo! ¿Estás bien? ¿Qué te pasó, muchacho? ¿Qué tenés? ¡Sergio, traé un poco de agua!—
El muchacho temblaba y sudaba frío. Con sus ojillos de animal asustado miraba alternativamente a sus dos amigos, hasta que al final los reconoció. Recién entonces pudo intentar explicar, entre incoherencias, lo que había vivido.
El rostro de Haroldo se tornó profundamente sombrío; y, acariciando a Camilo con la ternura de un padre, le habló con una suavidad desconocida hasta entonces:
“Yo quería mucho a ese animal porque era su cuidador, cuando trabajaba en el zoológico. Dhalia era amigable por naturaleza, y juntos solíamos llevar a pasear a los chicos encima de su enorme lomo. Cuando lo mataron pedí el traslado, porque no podía soportar su ausencia; y me trajeron aquí, donde está él.
“En la tierra natal de Dhalia, la India, los elefantes son sagrados. Los hindúes creen en la reencarnación; que al morir, el espíritu reencarna en otro cuerpo, para enmendar los errores que cometió en vidas anteriores. Pero para poder reencarnar es preciso que su cuerpo sea cremado, es decir, purificado por el fuego.
“Yo me siento en deuda con él, porque no pude evitar su muerte. Y siempre pensé que debía hacer algo para que pudiera reencarnar, pero nunca me animé. Soy viejo, y demasiado débil, o quizá cobarde. Pero la pena que tengo, me acompañará para siempre”.
Camilo escuchaba todo con profunda atención. Ya no temblaba, y sus mirada había perdido ese destello salvaje, para adquirir una expresión de reconcentrada calma.
Cuando regresó a su casa tuvo que soportar un tremendo escándalo por la hora de llegada y, como su madre había advertido, le prohibió volver al museo mientras sea menor de edad: —Mientras seas chico jamás volverás a ver a ese viejo loco, que quizá sea un degenerado. ¡Vaya una a saber con qué propósito te entretuvo hasta estas horas de la noche!—
Desde entonces, no hubo alegría para Camilo. Todo en él era reserva y circunspección, hasta el punto de que sus compañeros del colegio preferían estar lejos de él, a quien miraban como a un bicho raro.
Sin embargo, seguía imperturbable. Siempre pensaba, y pensaba. Y cuando por fin llegó a una conclusión, no miró hacia atrás.
Una tarde a la salida del colegio, llamó a su madre para avisarle que se quedaba a estudiar en casa de un compañero que ella conocía, y que tal vez podría quedarse a dormir si se hacía tarde.
Luego se fue a caminar por ahí, para hacer tiempo. Se entretuvo mirando comics y manga en los puestos de Parque Centenario, hasta un rato antes del cierre del museo.
Entró aprovechando la confusión provocada por la salida de un grupo escolar, excitado y bullicioso.
Una vez dentro, se escondió en un cuartito en desuso que Haroldo le había mostrado; y allí se durmió, mientras esperaba que se hiciera de noche.
Cuando despertó, aguzó el oído para percibir cualquier síntoma de movimiento: no oyó nada y, empujando la puerta despacito, se atrevió a salir. Ocultándose como pudo entre las vitrinas, llegó finalmente a la división de Mastozoología.
Saludó a Dhalia con una ternura infinita, hablándole de las mil cosas que estuvo pensando todo ese tiempo, mientras sacaba de su mochila un gran frasco lleno de kerosén. Comenzó empapando la cabeza y los costados del animal, y con gran esfuerzo consiguió arrojar el líquido sobre su lomo, que no medía menos de dos metros de altura. En la tarea, torpemente efectuada, quedó él mismo rociado con el combustible, muy a su pesar. “Ahora sí que mi vieja me mata; con este olor en la ropa, no sé cómo voy a convencerla de que estuve estudiando en lo de Carlos”, pensó.
Cuando se vació el frasco sacó una caja de fósforos que llevaba en el bolsillo de su campera. Con las manos algo temblorosas, la abrió y tomó uno; y en ese momento, un grito lo sobresaltó:
—¡¡Camilo!!—
Miró hacia el costado, y vio al viejo Haroldo que le hacía señas desesperadas para que se detuviese.
—¡Camilo, por Dios, no lo hagas!—
El temblor desapareció de sus manos. Miró al viejo y recién ahí supo cuánto lo quería, y cuánto quería a esa nostalgia de tiempos antiguos que él no había vivido, pero que sentía como propios.
Entonces, ante la mirada desesperada del viejo, sonrió levemente y prendió el fósforo.
Al día siguiente, los diarios titularon: “NIÑO PIROMANIACO MUERE AL PRETENDER INCENDIAR MUSEO DE PARQUE CENTENARIO”. Las radios y canales de televisión dedicaron sus noticiosos a resaltar la falta de valores de la juventud y la inacción del gobierno para prevenir este tipo de atentados, reclamando mayor presencia policial en las calles y una eficaz vigilancia en los lugares de reunión de los jóvenes.
La única excepción fue la nota que publicó un viejo diario anarquista, que no leyó casi nadie, y en la que un memorioso investigador transcribía algunos párrafos de La Nación, edición del 20 de mayo de 1943:

SACRIFICOSE  A ‘DHALIA’, EL ELEFANTE DEL ZOOLOGICO

“Dhalia, el único elefante macho que había en el Jardín Zoológico, tuvo que ser ultimado a tiros.
El hecho ocurrió ayer, entre las 14 y las 15. Un piquete de la Guardia de Seguridad disparó 36 balazos contra el animal enloquecido. Fue como una cacería dentro de la ciudad, en la pequeña y urbanizada selva de Palermo, alborotada por el guiriguay de los pájaros y los chillidos de los monos.
Después de recibir el primer impacto en la frente, de la cual empezó a manar abundante sangre, los presentes vieron con estupor cómo su joven compañera, de nombre Cango, se cruzó en la línea de fuego tras arrancar unas matas de pasto con las que se puso a limpiar la sangre de la herida.
El oficial, azorado, ordenó alto el fuego; pero ese instante mágico fue roto por el mismo Dhalia, quien resuelto a huir de la ejecución, intentó salir por el hueco abierto en la reja.
Sonó otra vez la voz de fuego, y las descargas se sucedieron sin solución de continuidad, por espacio de una hora; fue entonces cuando el soldado J. Durán, campeón de tiro de fusil, disparó el tiro de gracia haciendo blanco mortal en uno de los ojos.
Cuando Dhalia por fin cayó lo hizo con estilo, doblando las patas, arrodillándose sin tumbar el cuerpo, como esperando la muerte con dignidad. Y así quedó, como si estuviera en actitud de reposo, frente al pabellón indio, entre los rugidos de las fieras, la algarabía de los pájaros y el griterío de los monos, que saltaban y aplaudían en la jaula, pues había terminado la función: la cacería improvisada en la ciudad”.

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Muchos años después, un joven elefante y su conductor atravesaban despreocupadamente las junglas del sudoeste de la India. A su paso, los sencillos pobladores de la aldea de Bhadravati, coincidían entre sonrisas al afirmar que nunca habían visto una amistad tan pura y simple, como la existente entre aquel hijo de Ganesh y el alegre cachorro de hombre que lo guiaba. [2]

Horacio Ricardo Silva, 17 de junio de 2005.


[1] Luz eterna, en latín.
[2] Las tres deidades más importantes para el hinduismo son Visnu y sus dos hijos, Brahma y Shiva. Este último tuvo con Parvati, su mujer, dos vástagos: Kartakaya y Ganesh. Debido a una confusión Shiva decapitó a Ganesh, quien protegía a su madre. El atribulado padre bajó a la Tierra, con la promesa de traer a su hijo la cabeza del primer ser que encontrara a su paso, que resultó ser un paquidermo. Su imagen se representa entonces como un hombre de gran barriga, cuatro brazos y cabeza de elefante; es el dios de la sabiduría y las letras, conocido también por su capacidad para remover obstáculos. Actualmente es la deidad más popular en la India y su hijos, los elefantes, son considerados sagrados por su origen divino.

Dalia, el elefante libertario


(Versión completa de la nota publicada en Todo es Historia Nº 488, edición de marzo de 2008, y del cuadernillo Nº 3 [Colección Escrituras Tangenciales] editado por La Hidra de Mil Cabezas, Mendoza, República Argentina).

UNA HISTORIA INSOLITA DE LA URBE PORTEÑA: EL FUSILAMIENTO DE UN ELEFANTE EN PLENO ZOOLOGICO DE BUENOS AIRES

El oficial al mando ordenó “Fuego”; y un pelotón de Guardias de Seguridad de la Policía de la Capital, ejecutó la orden sin pestañear. Durante sesenta minutos, las carabinas Máuser se cebaron sobre el cuerpo del reo: el elefante Dalia, condenado a la pena capital  por el director del Zoológico, Adolfo María “Dago” Holmberg, en castigo a su desesperado intento de fuga hacia la libertad.
Dalia en el Zoológico, llevando a pasear chicos en su lomo, conducido por su cuidador (Revista Mundo Argentino, 30-9-1942).

E
sta increíble historia “de amor, de locura y de muerte”, que parece extraída de un cuento de Horacio Quiroga o de una novela de Rudyard Kipling, comenzó en la frondosa jungla del sur de la India hacia 1883, cuando nació el pequeño Dalia.
Elefante macho —a despecho de su nombre— , Dalia fue educado por su madre hasta los 18 años de edad, cuando debió desprenderse de su tutela para seguir a la manada. Debido a su notable inteligencia aprendió allí los elementos básicos de subsistencia, tales como la precaución de probar frutos indigestos o cómo conseguir un refugio nocturno.
Dedicaba 20 horas por día a procurarse su alimento, consistente en 50 kilogramos diarios de hierbas, ramas, arbustos, brotes, hojas y frutos; y cuando sentía ganas de correr, los habitantes de la selva se hacían a un lado para ver pasar a la gigantesca mole de cinco toneladas de peso y tres metros de altura, haciendo retemblar la tierra bajo sus patas a la fantástica velocidad de 40 kilómetros por hora.
Pero esa vida libre y natural se vio interrumpida en 1922, cuando fue capturado y remitido junto a una compañera hembra para ser encarcelados en el Jardín Zoológico de Buenos Aires. Esta brusca alteración del hábitat significó cambiar la jungla de sus primeros años por el Templo Hindú (Casa de los Elefantes),

“...gran edificio redondo de purísimo estilo indiano, copia del templo de la diosa Nimaschi, de la época del Rajah Tirumal; en este edificio, estatuas, bajo relieves é inscripciones que lo decoran son tomados de los más célebres monumentos religiosos de la India. Las estatuas de la columna del frente principal representan una a Kartikeya, fac-símile de la que existe en el templo de Bhuwaneswor y la otra Raghanati, fac-símile de la estatua del templo dedicado al mismo dios.”
Los ídolos de los nichos situados arriba de de las puertas son fac-símiles de la pagoda de Modura; los bajo relieves de los costados representan de un lado escenarios sacadas de los Veda y Rig-Veda; del otro lado son temas religiosos relacionados con Siva y Vishnu; las inscripciones están copiadas de documentos auténticos (edictos de Asoka), bajo relieve de Bharhut. Fue proyectado por el arquitecto Cestari. La pieza interior tiene 700 metros cuadrados de superficie y el corral 1200 metros".[1]

Un edificio muy bello y de indudable valor artístico; pero sumamente inadecuado para alojar seres vivos. En 1936, Dalia fue allí víctima de las corrientes de aire tan abundantes en el pabellón en que se aloja, sufriendo dos ataques reumáticos que mejoraron al subir la temperatura”.[2]
El corral se completaba con un cerco munido de fuertes barrotes, aunque de baja altura; en aquella época, no existía el foso perimetral actual.
El oído de Dalia era tan sensible que podía escuchar sonidos generados en un radio de 50 kilómetros cuadrados, capacidad que en la ciudad de Buenos Aires significaba no poco tormento. Aprendió a usar su trompa —órgano muscular polivalente— en la infancia, cuando su madre lo acariciaba con ella, o cuando le daba de trompazos si el joven se portaba mal. En el amor, enlazaba con ella la de su compañera; y ante el peligro, desplegándola en forma horizontal, indicaba amenaza; pero cuando se erguía hacia el cielo, era señal de ataque.[3]
Con esa misma trompa recogía del suelo y llevaba a su boca las galletitas y caramelos que le arrojaban sus amigos, los pibes, a quienes gustaba llevar a dar un paseo sobre su enorme lomo, como puede verse en las fotografías de revistas de la época.[4]  El diario La Nación, en su edición del 20/5/43, reconoció que Dalia constituía uno de los mejores atractivos del zoológico”.[5]
Tras la muerte de su compañera el zoológico trajo en 1938 a Cango, una joven hembra de cinco años, quien pronto se convirtió en la pareja del elefante viudo, de 55 años de edad.
Dalia pertenecía a la familia de mamíferos terrestres más grande del mundo. A pesar de su tamaño era de naturaleza pacífica y dócil. Su especie es capaz de ser domesticada en un aprendizaje de tres años de duración, en el cual aprende a obedecer hasta 24 órdenes diferentes, gracias a su sobresaliente inteligencia y memoria.
Su nueva vida transcurrió entonces durante 21 años sin salir del pequeño espacio asignado, sin poder refrescarse en un río, sin recorrer las selvas del sur de la India en compañía de su manada. Y no se puede concebir que su prodigiosa memoria las haya olvidado. Aún a pesar de ello, su carácter no se había agriado.
Al menos, no hasta la mañana del 18 de mayo de 1943.

La dinastía de los Holmberg


A
dolfo María “Dago” Holmberg  provenía de una familia que nació, literalmente, con el país.
La primera generación criolla surgió cuando Eduardo Kailitz, barón de Holmberg, llegó en 1812 al Río de la Plata a bordo de la fragata George Canning, acompañando a José de San Martín y Alvear, entre otros, para integrarse a las fuerzas que luchaban contra los godos[6], para defender la Revolución de Mayo.
Eduardo se casó con María Antonia Balbastro, prima hermana de Alvear. De esta unión nació Eduardo Wenceslao Holmberg, quien será un alto oficial del ejército del general Lavalle.
A su vez, Eduardo Wenceslao será el padre del médico y naturalista  Eduardo Ladislao Holmberg, nacido en 1852. Este será el miembro más sobresaliente de la familia. De carácter altanero y autoritario (tenía fuertes reacciones cuando se lo contradecía) fue, a pesar de ello, un ameno y culto conversador. Su genio brilló en sus libros e investigaciones sobre botánica y zoología, su carrera como docente universitario, su incursión en la literatura y el periodismo —se lo considera el introductor de la literatura fantástica en Argentina— y en su gestión como primer director del zoológico porteño.
Este polifacético personaje era miembro de la junta consultiva de la Liga Patriótica Argentina, organización de extrema derecha liderada por Manuel Carlés, quien estimaba mucho a Holmberg. Especializada en asesinar judíos durante la Semana Trágica de enero de 1919, y brazo armado del capital en cuanto conflicto obrero hubo en el país durante la década de 1920, la Liga también aportó sus jóvenes de familias “bien” para colaborar en el derrocamiento del presidente Hipólito Yrigoyen, en 1930.[7]
Otra curiosa afiliación de Holmberg fue su vinculación con la masonería. Fallecido el 5 de noviembre de 1937, La Nación publicó al día siguiente dos singulares avisos fúnebres: uno de la Gran Logia de la Masonería, invitando a acompañar los restos de su ex vice Gran Maestre, y el otro suscripto por el Supremo Consejo Grado 33 de la Masonería Argentina del Rito Escocés Antiguo y Aceptado, alto cuerpo del cual Eduardo Ladislao era miembro.
En 1904, debido a diferencias con las autoridades municipales, Holmberg fue reemplazado en la dirección del zoológico por Clemente Onelli, quien continuó la obra de su predecesor con brillantez y una informal originalidad jamás vista antes en un funcionario oficial. Al morir en 1924, el puesto fue ocupado por un pariente del primer director: Adolfo María “Dago” Holmberg, que lo detentará hasta 1943, adquiriendo así su oscuro protagonismo en la muerte de Dalia.

Dago


U
n historiador panegirista de los Holmberg, escribió sobre él:
El que fuera tercer director del Jardín Zoológico Municipal, don Adolfo María Holmberg, nació en Buenos Aires en 1889.
En la Universidad de la Capital se doctoró en Ciencias Biológicas, materias de su predilección y campos en los que llegaría a destacarse. Publicó en 1926 un interesante trabajo titulado «Los animales», y unas «Lecciones de Biología», y fue asiduo colaborador de revistas científicas, fundando también una que se denominó «Servir», en la que se estudiaban con profundidad diversos problemas argentinos
Cuando en 1924 falleció don Clemente Onelli, la Intendencia Municipal, entonces a cargo de don Carlos M. Noel, designó al Dr. Adolfo M. Holmberg como Director del Jardín Zoológico de Buenos Aires. Su larga gestión, que duró dos décadas, fue rica en obras de aliento, y todo ratificó que el Jardín estaba en excelentes manos: las de un sobrino nieto del primer director, y tan erudito como él.
Holmberg recibía una institución que contaba con el indiscutible cariño y apoyo de los habitantes de la ciudad, los que llenaban los senderos del Jardín cada domingo o día feriado”.[8]

Según el libro publicado por el Zoológico en 1998 con motivo de cumplirse el 110º. aniversario de la institución, “durante veinte años el tercer director del Jardín Zoológico de Buenos Aires logró que el parque continuara viviendo un período irrepetible en su historia. Al año de comenzada su gestión el parque de Palermo fue visitado por 1.300.000 personas”.[9]
Esta cifra se contrapone con los datos de concurrencia aportados por del Pino, donde se aprecia que durante ese primer año de gestión de Dago hubo una abrupta baja de visitantes consistente en 149.000 personas, el 11,64% respecto al año anterior.[10]
A continuación, el mismo autor enumera las obras y acciones realizadas durante la gestión de Holmberg[11], de quien dice además que “fue el iniciador del sistema de supresión de jaulas y encierros tradicionales, procurando que los animales estuvieran en una relativa libertad y separados del público por medio de zanjas y fosos de seguridad. Así se hizo con el recinto para las gacelas y los antílopes, con el llamado “Pabellón Ruso” y con el predio destinado a camellos, dromedarios y avestruces”.[12]
Una de las primeras medidas de Dago fue el cese de la publicación de la Revista del Zoológico, una publicación de alto nivel científico iniciada por Eduardo Ladislao en 1888 y continuada con entusiasmo por Clemente Onelli hasta su muerte, donde escribieron interesantes artículos estudiosos de la talla de Florentino Ameghino, Juan B. Ambrosetti y Carlos Spegazzini, además del propio Onelli.[13]
En 1927 publicó una “guía", en la que insertó un “Decálogo del Buen Visitante del Jardín Zoológico”, que rezaba:

1.        Cuida de este bien como de cosa propia.
2.        Respeta a los demás, sin distinción de sexo, edad y condición social.
3.        Evita de buen modo que los niños se hagan o hagan daño.
4.        Anda por los caminos y no sobre el césped.
5.        No siembres el paso de cuanto te sobre en las manos.
6.        Pregunta o recuerda dónde están los retretes, si de ellos necesitas.
7.        No grabes tu nombre en los árboles ni cortes los alambres de las barandas.
8.        Compadece a las pobres bestias cautivas.
9.        No les arrojes proyectiles de ninguna clase.
10.  No les des de comer nada, menos sustancias nocivas o indigestas, cigarrillos prendidos o apagados, piedras envueltas, papeles, etc.[14]

Como se verá más adelante, fue el mismo director quien violó el octavo y noveno de estos diez mandamientos.
Otra medida de Dago, que Crítica calificó como “exponente de una concepción oficinesca pero no pedagógica”, fue la prohibición de entrada al zoológico de los menores de 14 años no acompañados de personas mayores.
El vespertino agregaba que los pibes, moneda de 10 centavos en mano, les pedían a las personas adultas en la puerta del zoo que los “hicieran pasar”. Continuaba aclarando que la medida tendía a evitar que los chicos cometieran travesuras, las cuales serían acotadas por la presencia de un mayor; pero consideraba que ésa era una tarea que podían cumplir los guardianes del paseo, y que era una barbaridad dejar dando vueltas en la calle a niños que querían ocupar su tiempo libre allí, donde podían acceder a una mayor cultura. Agregaba que como muchos padres de escasos recursos no podían acompañar a los hijos en sus paseos dominicales por tener que realizar tareas domésticas, “las criaturas que no pertenezcan a la categoría de niños ricos, o por lo menos de «clase media», deberán renunciar a pasear por el Jardín Zoológico”.
Por último, fustiga el abandono de los juegos infantiles: “El criterio poco democrático con que se están encarando los problemas infantiles en ciertas reparticiones comunales… se observan también en el deplorable estado en que se encuentran los juegos infantiles. En el propio Jardín Zoológico hay toboganes para niños pequeños —de 2 a 5 años son los que se tiran por ellos— que carecen de uno o más travesaños en la escalera. Al subir, los pequeños están en grave peligro de caerse”.[15]
Esta mentalidad burocrática partía de una concepción elitista, que concebía un Jardín para la clase alta, con visitantes exquisitamente educados como los imaginados en su “Decálogo”. Holmberg sentía una profunda aversión por el personal y el público del zoológico, a quienes echaba la culpa de todos los males, como puede verse en sus informes anuales.
En la Memoria del año 1936, responsabilizó de los traumatismos en los mamíferos a las "lesiones producidas por riñas con sus semejantes, por los cuidadores inexpertos y principalmente por el público que se ensaña con los reptiles. A su vez informó que la sarna es una “parasitosis muy extendida, traída del exterior por los perros y gatos que entran clandestinamente, pues el público no halla más cómodo para eliminar los animales enfermos que tirarlos dentro del Jardín”.
Por último, escribió sobre la tuberculosis: “esta enfermedad causa muchas víctimas en algunas especies contagiadas por los esputos de los visitantes enfermos. Hemos observado que muchas personas escupen a los animales, especialmente a los monos, que son los que presentan mayor número de víctimas. La alimentación deficiente es otro factor que debemos considerar entre los favorecedores de la evolución de las bacilosis”.[16]
Vale decir que para Holmberg, la mayoría del público se componía de tuberculosos que se divertían fracturando reptiles, escupiendo a los monos y arrojando mascotas sarnosas al interior del Jardín. De esa manera, deslindaba su responsabilidad por la “alimentación deficiente” que suministraba a los animales. Al respecto, resulta sugestivo leer que el presupuesto de ese año le alcanzó para construir una pajarera, un laboratorio, un pabellón para monos, un quiosco para venta de jugo de frutas y otro para boletería, pero no para mejorar la alimentación.[17]
El doctor Enrique Balech, ex director de la Estación Hidrobiológica de Quequén dependiente del Museo Argentino de Ciencias Naturales (MACN) “Bernardino Rivadavia”, de Parque Centenario, quien conoció personalmente a Holmberg, anotó algunos rasgos dominantes de su carácter:

Como Eduardo Ladislao, estudió medicina pero su inclinación era la zoología y la oceanografía; siempre se adjudicó el título de iniciador de los estudios oceanográficos en la Argentina e incluso pretendió erigirse en única autoridad argentina en oceanografía, aunque nunca hizo investigación oceanográfica alguna.
Durante 20 años, hasta 1944[18], fue el director del Jardín Zoológico de Buenos Aires. Por razones circunstanciales conocí el tenor de algunos de sus informes a la Municipalidad en los que pretendía cultivar un humorismo corrosivo. Recuerdo de una larga nota, por cierto en tono muy inapropiado para una nota oficial, en la que criticaba muy acremente al profesor de la escuela de avicultura que funcionaba en el Jardín. Comenzaba ridiculizando su físico: ‘su largo cuello de pollo desplumado… etc.’ y luego relataba cómo –según él- se desarrollaban las clases: ‘las gallinas, hm, tienen plumas, hm, hm, y ponen huevos…’ y seguía en ese estilo.
Le gustaba cultivar la fama de caballero galante, estar rodeado de damas, las reuniones sociales y aparecer como científico brillante, autor de frases ingeniosas y líder de la democracia. En una entrevista concedida a una revista porteña, contestó así la pregunta de cuál era su animal preferido: «la mujer».
Como sus antecesores era culto y buen conversador, pero también extremadamente arbitrario, envidioso, despótico y de una nulidad científica total. A pesar de esto y al amparo de su apellido y de sus múltiples y encumbradas relaciones, llegó a hacerse fama de distinguido zoólogo y de padre de la oceanografía  nacional. Desde luego cultivaba esa fama cuidadosamente y por todos los medios
Cuando la Armada Argentina invitó a tres naturalistas argentinos a recolectar fauna marina en el crucero ARA Patria, hacia 1913, embarcaron Doello Jurado[19], Adolfo Holmberg y Marelli, quien más tarde sería director del Jardín Zoológico de La Plata. De los tres el único que publicó sobre material recogido en ese crucero y desarrolló una sostenida actividad en biología  marina, fue el primero. Pero desde entonces las relaciones entre Doello Jurado y Dago Holmberg fueron muy tirantes aunque superficialmente parecían normales. Pero Holmberg fue desarrollando un odio intenso, como todos sus odios, realmente patológico, contra su rival en biología marina.
Adolfo Dago se fue a Alemania por un tiempo para hacer, según dijo, estudios de oceanografía  pero nunca supe cuánto y dónde estudió. Aprovechó el viaje para visitar la Oficina Hidrográfica Internacional, en Mónaco y consiguió convencerlos de que lo nombrasen su representante en la Argentina, lo que le permitió recibir  las publicaciones que guardaba para sí. Creó un Instituto Oceanográfico y consiguió que el Estado le comprara y mantuviese un barquito, y que el Servicio de Hidrografía Naval le prestase instrumental cuyo destino final nunca se conoció; simplemente desapareció. Con el barco sólo hizo placenteros paseos por el delta del Paraná en buena compañía…
A pesar de todo eso el «oceanógrafo» Adolfo Dago Holmberg no dejó la menor contribución a la oceanografía ni a la biología  marina, aunque sí algunos proyectos difusos (por ejemplo de exploraciones del mar argentino con empleo de muchos barcos) cuando no francamente disparatados. Uno de ellos fue el de la construcción  de un gran acuario marino en Mar del Plata, o más bien submarino, pues se perforaría la roca bajo el agua, haciendo una amplia y larga galería submarina con ventanales desde los cuales se podría observar la fauna marina".[20]

En la misma obra, el doctor Juan José Parodiz agregó una anécdota relacionada con este proyecto:

En ocasión de una Exhibición Nacional de Pesca, en Mar del Plata, organizada por el Ministerio de Agricultura y Ganadería de La Nación, cuando el jefe de Pesca era Marini, Doello Jurado, Carcelles y yo fuimos a colaborar.
En esa época Marini y Adolfo Dago mantenían un feudo en esa ciudad. Dago Holmberg había emprendido uno de sus proyectos delirantes, con la construcción de un monstruoso edificio para su Instituto Oceanográfico y Acuario en Cabo Corrientes. Holmberg perseguía dos fines: su glorificación y dejar en la sombra a Doello, anulando al mismo tiempo su Estación Hidrobiológica en Pto. Quequén. El proyecto estaba, cuando fuimos, en estado de abandono y sólo consistía en su estructura de cemento, pero ya Holmberg había hecho colocar en su interior varias esculturas alegóricas (Neptuno, etc.) Tenía de guardián a un individuo conocido por el sobrenombre de Mediahora, a quien Holmberg debía muchos meses de sueldo. Cuando Mediahora perdió las últimas esperanzas de cobrar se vengó, antes de irse, rompiendo a martillazos todas las esculturas. El episodio causó mucha gracia a Doello Jurado”.[21]

La mañana del 18 de Mayo de 1943 encontró a Adolfo Dago Holmberg muy nervioso
por los preparativos que unos jóvenes militares nucleados en el GOU (Grupo de Oficiales Unidos) estaban realizando en esos días, con vistas a efectuar un golpe de estado.
Dago simpatizaba —por adhesión ideológica y lazos familiares, era tío del futuro general Alejandro Agustín Lanusse— con el bando liberal del Ejército.
[22]

La vida en Buenos Aires a principios de los años ’40


M
uchos temas eran el comentario obligado de los porteños en esos años: las alternativas de la Segunda Guerra Mundial, que desde la batalla de Stalingrado favorecían a los aliados; la expulsión del país de intelectuales de izquierda, a través de un decreto del Poder Ejecutivo[23]; las peripecias del navegante solitario Vito Dumas, quien dando la vuelta al mundo en su pequeña embarcación, llegaba a Mar del Plata; la muerte del escritor Roberto Arlt, cuyas cenizas se esparcieron en el río Sarmiento a la altura del recreo Tres Bocas, en el Tigre; la inauguración de la Avenida General Paz; la liberación de los presos de Bragado —unos obreros acusados de un atentado que no cometieron, como sus desafortunados compañeros Sacco y Vanzetti en los Estados Unidos—; la muerte de Leslie Howard, recordada por su actuación en Lo que el viento se llevó o la vida que llevaba en Córdoba la tripulación del acorazado alemán  Admiral Graff Spee, hundido en el Río de la Plata frente a Montevideo en 1939 por su propio capitán, Hans Langsdorff.
Este oficial, a pesar de haber combatido para un hitlerismo al que no adhería en su totalidad, se comportó con los vencidos como un verdadero caballero de mar; y como tal, decidió suicidarse en el Hotel de Inmigrantes de Buenos Aires, procedimiento indicado por un código de honor tácito ante la pérdida del propio buque.[24]
En el cine Opera, el público se emocionaba a sala llena con el estreno de Casablanca, con Humphrey Bogart e Ingrid Bergman. En el Gran Rex daban una película con Fred Astaire y Rita Hayworth, Bailando nace el amor; pero los que gustaban del recio Clark Gable y la sensual Lana Turner, concurrían al Metropolitan para ver Reportaje sensacional. El cine nacional se lucía con Juvenilia, y en el Atlantic podía verse a Niní Marshall en Cándida, la mujer del año.
Por la tarde, las amas de casa leían en Mundo Argentino la sección No soy chismosa, pero… por Valentina, mientras cebaban mate con yerba Salus, que  “como buena criolla es aguantadora como ella sola”, antes de prender la radio para escuchar a Mirtha y Silvia Legrand protagonizando Las chicas de vacaciones, un programa de Cocinero: ¡El aceite verdadero! Por su parte, Francisco Alvarez interpretaba a Don Fulgencio, el hombre que no tuvo infancia por la Red Argentina de Emisoras Splendid.
En el Teatro Astral Pepe Iglesias “El Zorro” ofrecía La Revista Loca, mientras que Tita Merello se presentaba en el Alvear con Buenos Aires de Ayer y de Hoy. Pero los peso pesado se daban cita en el Maipo: Anchart, Blackie, Bozán, Caplan, Ollivier, Palitos y Thorry, juntos en el Gran Carrousel Porteño.
A la salida del teatro, los fumadores empedernidos podían optar por un Caravana, de Massalin & Celasco, a 35 centavos el atado de 10 cigarrillos; o bien por los más económicos Nobleza, de 20 centavos.
Para la numerosa colectividad española en Buenos Aires, engrosada recientemente por los republicanos vencidos en la Guerra Civil, la Compañía de León-Quiroga presentaba Filigrana, la cantaora en el Teatro Argentino; lugar en el que “el genial cancionista” español Miguel de Molina, celebrará un recital de gala para las fiestas patrias de mayo de 1943.
Al pobre de Molina este gesto no le valdrá de nada, dado que tres meses después será detenido y trasladado a la cárcel de Villa Devoto por “la amoralidad de su vida privada y por haber dado motivo a escándalos en lugares fuera de su lugar de exhibición y de trabajo” (sic).[25]
Para los pibes, los Estudios Walt Disney estrenaban Bambi y Dumbo.[26] Y si no, siempre estaba allí el Parque Japonés a sólo 10 centavos la entrada, con sus atracciones mecánicas y  fuegos de artificio en su predio de 30.000 metros cuadrados al aire libre y 30.000 metros cuadrados bajo techo, para entretener a la purretada porteña.
Otra gran atracción de la época era el campeón del catch as can Iván Zelezniack, “El Hombre Montaña”, quien deleitaba a los chicos con su lucha libre todos los fines de semana en el Luna Park. En la troupe figuraba humildemente un muchacho armenio llamado Martín Karadagián, que daría mucho que hablar en el futuro prodigio llamado televisión.
Pero el entretenimiento favorito de todos los pibes sin lugar a dudas era el zoológico, dependiente de la Dirección de Paseos de la municipalidad, a cargo del ingeniero Carlos Thays. El escaso valor de 10 centavos la entrada, y la variedad de diversiones que había en él, hacían que los pibes lo transformaran en su salida predilecta.
Apenas cruzado el pórtico de entrada estaba el quiosco de la Casa Bagley, que vendía las inolvidables galletitas con forma de animales. Caja en mano, los pibes salían a recorrer los senderos empezando por el lago de cisnes y flamencos, bajo la mirada eterna de las enigmáticas ruinas bizantinas.
Lo demás era una fiesta: paseos en pony, en sulkys tirados a caballo, o una recorrida por las 18 hectáreas del predio a bordo de un curioso camioncito colectivo. De yapa, la calesita y los juegos infantiles.
Las alegres morisquetas de los monos, la jirafa Chiche, el rinoceronte Archibaldo, los osos y leones, todo era un mundo distinto y semisalvaje. Las construcciones por sí solas ya eran un atractivo, si se recuerda que en esos días no existían la TV ni las computadoras; para aquellos niños, los medios audiovisuales se limitaban a la radio y el cine. Pero su imaginación era estimulada principalmente por la lectura. Y las novelas de Emilio Salgari, con Sandokán a la cabeza, eran inevitablemente evocadas en las misteriosas formas orientales del templo indostánico, las pagodas japonesas, la casa egipcia, la casa árabe y la lorera de estilo morisco.
Y por supuesto, el plato fuerte: el templo hindú, la casa de Dalia. El lugar donde todos los chicos se apiñaban para dar una vuelta sobre el lomo de su amigo el elefante, guiado alegremente por su cuidador.[27]

Animales en fuga

Y
a en 1909, el elefante Sayan murió a raíz de una infección originada por la rotura de un colmillo, producida durante uno de “sus momentos de cólera”. En 1938, el rinoceronte Archibaldo protagonizó otro violento incidente al arremeter contra su recinto hasta dejarlo bastante maltrecho; en la acción, se rompió el cuerno.[28]
Durante 1942, varios animales fueron protagonistas de anécdotas relacionadas con el anhelo de libertad, propio de su naturaleza.
En enero, las monas Bobby y Ketty huyeron del zoológico y se fueron a pasear por Palermo. A eso de las 9 de la mañana, cuando su cuidador José Paladino no estaba, abrieron la puerta de la jaula y se mezclaron con los visitantes del zoo, para saltar luego la verja de Avenida Sarmiento e instalarse cómodamente en la copa de un árbol, para ver la carrera de ciclismo que allí se desarrollaba.
Paladino, Martín, Antonio y otros cuidadores las fueron a buscar. Ketty se entregó enseguida, pero Bobby no se dignó regresar ni con súplicas, redes, ni palos. “Bobby vení, no seas mala, seguime”. Nada. Recién al mediodía la mona rebelde se bajó y saltó la verja hacia el interior del zoo, donde caminaba 5 metros y se detenía a la vera de un árbol, sin hacer caso a nadie. Al llegar donde estaba la jirafa “Chiche”, ésta alargó su cuello para acariciarla.
Finalmente, una treta bien pensada dio resultado: Antonio y otros la amenazaron con arrojarle puñados de tierra, mientras Paladino y Martín  hacían como que la defendían. La mona, agradecida con sus salvadores, aceptó por fin acompañarlos hasta la jaula, donde le esperaba el almuerzo recién servido.[29]
Al mes siguiente, se descubrió a un singular polizón que viajaba en tren sin pagar el correspondiente boleto: una boa constrictor c. occidentalis, llamada "boa de las vizcacheras".
La serpiente viajaba escondida dentro de una bolsa de carbón desde Santiago del Estero. Al llegar el cargamento a la playa de maniobras de la estación Núñez, el peón Santiago Sosa cargó la bolsa y notó que algo se movía en su interior. De inmediato la arrojó al suelo, para ver con los ojos agrandados por el miedo cómo salía de ella el imponente animal, que alcanza a desarrollar hasta dos metros de longitud.
Comunicada la impresionante novedad a la comisaría 35ª, vino la policía con un peón del zoológico, quien con toda soltura y tranquilidad ofreció su brazo, para que el viajero polizón se enroscara a gusto.
Resultó que esta especie no posee veneno ni ataca al ser humano, y que es muy apreciada por los agricultores, dado que destruye las vizcacheras y se alimenta de roedores. El inocente reptil fue llevado finalmente a su nuevo hogar, en el Jardín Zoológico Municipal de Buenos Aires.[30]
Pero era evidente que ese año los monos estaban sublevados, porque en el mismo mes Conga,  una mona irascible", atacó a un guardián del zoo.
El hecho ocurrió un domingo, día de mayor afluencia de público. Los ocupantes de la "jaula blanca" habían sido liberados para que se distribuyan por el foso. A eso de las cuatro de la tarde Conga, que normalmente era "un bicho tranquilo”, se salió del foso y echó a andar por el zoo, entre los visitantes. En ese paseo se topó con Homedi Casin, un árabe de 55 años, jardinero que ese día cumplía funciones de guardián.
Dijo Homedi que vio a Conga avanzar libre por uno de los senderos, y a la gente asustada, escapando de ella. Quiso llevarla por las buenas, pero el bicho se resistió al arresto, haciéndole una feroz mueca a modo de cordial advertencia. “Más bien aparecía con ánimos de defender su libertad”, contó luego el perspicaz cuidador.
El árabe puso prudente distancia entre ambos, pero no se le ocurrió mejor idea que amenazarla con una piedra. ¡Para qué! en dos zancadas la mona estaba encima de él, mordiéndole la pierna. Antes de que Homedi tuviera tiempo de sentir dolor, Conga ya procedía a repetir la misma operación en la cabeza del desdichado jardinero.
En ese momento el cuidador se desmayó, para despertar en el hospital Fernández, con diez puntos en la cabeza y cuatro en la pierna.
Conga, la irascible, tenía en ese entonces siete años de edad y hacía ya tres desde que la habían traído desde Africa.[31]
En agosto, una despreocupada foca turista fue cazada en Villa Domínico: cuatro jóvenes amigos, uno de ellos soltero, habían salido de pesca por el río a bordo de su bote “Tres sí y uno no”. A 150 metros de la costa, sobre un banco de arena, vieron un animal que creyeron era un perro, y se acercaron para socorrerlo; grande fue su sorpresa cuando ya cerca de él se dieron cuenta de que se trataba de una foca.
Cuando los amigos se bajaron del bote haciendo pie en la arena, el bicho quiso huir pero no se animó, porque estaba realmente asustado; de modo que los muchachos no tuvieron dificultades para traerlo a tierra firme. Una vez en la humilde casa de Villa Dominico, llamaron por teléfono al zoo, con el objeto de donarla.[32]
Y a fin de año, en diciembre,  se rebeló Nerón, el león de circo salvaje.
En esos días, Nerón contaba siete años de edad y trabajaba con dos compañeros para su domador, el Capitán Julio, en el Circo Norteamericano. Allí hacían un número llamado “Los tres leones africanos de melena negra” Existía sin duda una relación especial entre ambos, domador y animal, porque una vez —en Curitiba— Nerón le desgarró el brazo a su Capitán.
En otra oportunidad, en Río Grande Do Sul, Nerón volvió a atacarlo: pero esta vez había allí un militar armado que se dispuso a matar al león rebelde. Sin embargo, el Capitán Julio le hizo señas a su salvador para que no dispare. El tercer ataque se produjo en Mar del Plata, en febrero de 1942.
Y esta vez en Santa Fe, después de una serie de juegos, Nerón repitió tozudamente su instinto natural: se le arrojó a su domador, mordiéndole la pierna. Y a pesar de todo, el Capitán Julio no quería saber nada con deshacerse del animal, o de sacrificarlo: para él era un desafío domar a tan bravo león, y estaba orgulloso de su fiereza.[33]
Esta extraña secuencia, parecería querer preanunciar la rebelión que costó la vida de Dalia.

Un gesto libertario


H
acia las 9 de la mañana del martes 18 de mayo de 1943, Dalia se mostró muy inquieto. Hacía calor, y estaba encadenado —como era habitual— con un grillete a una de sus patas, dentro del pabellón. Ocho años atrás había sufrido ataques de nervios similares, provocados por los parásitos de la ascaridosis; pero esta vez, no quedaba en claro cuál era la causa de su irritación.
Su cuidador le hablaba, tratando en vano de calmarlo. El nerviosismo iba en aumento mientras arrastraba la pata encadenada, una y otra vez. Y cuando logró liberarla, se lanzó en veloz carrera por el corral, emitiendo fuertes barritos[34].
El espectáculo era hermoso y sobrecogedor a la vez, pero Holmberg no se conmovió. Rápidamente ordenó la evacuación de los visitantes, y procedió a clausurar el zoológico. Había resuelto que el corpulento animal debía someterse o ser aniquilado, y para ello requirió la presencia de la Policía de la Capital.
Entretanto, el atribulado cuidador recurrió a una estratagema salvadora: preparó un torta de cereales con 600 gramos de bromuro disimulados en su interior, y logró tranquilizar así al enfurecido paquidermo.
Acudió al llamado un piquete de diez agentes de la Guardia de Seguridad al mando de un oficial, armados de carabinas Máuser, que montó guardia durante todo el día. Al anochecer, ante la falta de novedades, los vigilantes se retiraron; justo a tiempo para enterarse con pesar que Boca Juniors había perdido ante Peñarol, en el estadio Centenario, nada menos que por seis a cero. Una verdadera paliza.
El cuidador de Dalia, al verlo tranquilo, pudo volver a encadenarle la pata sin el menor incidente. Suspiró aliviado; deploraba la presencia policial, y estaba convencido de que el problema podía solucionarse sin la brutalidad con que el director estaba dispuesto a terminarlo. Todo parecía haber concluido; vio que Dalia y Cango dormitaban suavemente en sus lechos de paja y, agotado por los nervios pasados en esa dura jornada, se retiró a descansar.

La Masacre


S
in embargo, esa tranquilidad se hizo trizas al día siguiente, a la una de la tarde. Dalia volvió a mostrar signos de gran inquietud y desasosiego. Fuera de control, ganó nuevamente el corral y se arrojaba violentamente una y otra vez contra los barrotes, enhiesta la trompa en alto; parecía estar decidido a todo para recuperar su libertad. Cango observaba la escena, reflejando en sus ojos el miedo y el asombro.
El público que llegaba al zoológico se encontró con la prohibición de entrar. De inmediato se volvió a convocar a la Guardia de Seguridad, que con rapidez ocupó posiciones en las cercanías del pabellón.
Mientras tanto, el cuidador intentó nuevamente tranquilizarlo con otra torta de bromuro, pero esta vez el animal ni le prestó atención. Se recurrió entonces a arrojarle chorros de agua con una manguera —singular manera de calmar los nervios de un elefante enfurecido— sin resultado alguno.
A las dos de la tarde, Dalia había logrado romper uno de los barrotes de su cautiverio; para Holmberg, ya no había motivo de aplazar la ejecución.
El oficial al mando dio entonces la orden de hacer fuego: la primera descarga impactó en la frente de Dalia, que se cubrió completamente de sangre.
Y entonces ocurrió lo inesperado.
Cango, que en esos días había cumplido los 10 años de edad, se aproximó a Dalia. El oficial, sorprendido, ordenó alto el fuego; y con estupor los presentes vieron cómo la joven elefanta acariciaba a su pareja con la trompa en el lugar donde las balas lo habían herido; sin poder creerlo, la vieron luego arrancar una mata de pasto, con la cual comenzó a limpiarle la sangre.
Pero ese instante mágico fue roto por el mismo Dalia, quien resuelto a huir del fusilamiento por el hueco abierto en la reja, avanzó por allí hasta que logró sacar medio cuerpo afuera.
Se oyó otra vez la voz de fuego; las descargas se sucedieron sin solución de continuidad. Dalia sintió con desesperación cómo las balas mordían su carne en todo el cuerpo, atravesando los cuatro centímetros de espesor de su sensible aunque rugosa piel. La vista se le nublaba por la sangre que caía sobre sus ojos cuyo furor, lentamente, se fue apagando.
El martirio duró casi una hora. En ese lapso, recibió el impacto de cuatro balazos en la frente, ocho en el abdomen, seis detrás de las orejas, y dieciséis diseminados por el resto del cuerpo; debilitado por la sangre perdida a través de las treinta y cuatro heridas recibidas, Dalia estaba aún de pie pero exhausto, vencido. Su trompa yacía fláccida e inerte; ya no tenía energía para denotar amenaza o ataque con ella.
Fue entonces cuando el soldado J. Durán, campeón de tiro de fusil, disparó el tiro de gracia haciendo blanco mortal en uno de los ojos.
“Cuando por fin cayó lo hizo con estilo, doblando las patas, arrodillándose, sin tumbar el cuerpo. Y así quedó, como si estuviera en actitud de reposo, frente al pabellón indio, entre los rugidos de las fieras, la algarabía de los pájaros y el griterío de los monos, que saltaban y aplaudían en la jaula, pues había terminado la función: la cacería improvisada en la ciudad”.[35] Los fotógrafos de Crítica y La Nación registraron a Dalia esperando la muerte, con un aire de filosófica resignación. El elefante rebelde murió a las 15:01 hs. de un nublado y caluroso miércoles 19 de mayo de 1943.
Holmberg justipreció la pérdida en 30.000 pesos moneda nacional, el valor de mercado vigente por entonces para un elefante vivo.


La desencarnación de Dalia

P
ara el budismo, que tiene gran predicamento en la India, el espíritu de un ser vivo desencarna con la muerte para esperar el momento de volver a encarnar en otro ser. Durante esa nueva vida tratará de enmendar las faltas cometidas anteriormente, con la aspiración de iluminarse cada vez más, en una continuidad a través de los siglos y los tiempos, hasta alcanzar el grado máximo de luminosidad: el nirvana.
Para Dalia el desencarne no tuvo connotaciones espirituales, a pesar de que su especie es venerada como un dios en la India, formando parte de la cultura y  religión de esa tierra.
El director ordenó embalsamar los restos de Dalia, para exponerlos en el Museo de Parque Centenario. Con ese objeto se montó un complicado operativo, que comenzó armando un camino de acceso hecho de tablones de madera —a modo de vías— para que la pesada grúa de 20 toneladas, que debía mover el cadáver del infortunado elefante, pudiera llegar hasta el lugar donde éste había caído.
Una vez instalada la poderosa máquina varios peones municipales, haciendo palanca mediante tablones y barras de hierro, lograron pasar tres gruesas cadenas por debajo del cuerpo. Una de ellas en torno al cuello, la segunda por el abdomen, y la tercera por las patas traseras. Reunidas todas en un haz sobre el lomo, fueron enganchadas por la grúa, que procedió a levantar a Dalia y trasladarlo al Templo Hindú, tarea que insumió no menos de dos horas.
La sensible Cango, que quedó sumida en una profunda depresión a raíz de la tragedia, fue trasladada a otro sector para evitar que presencie la evisceración de su compañero.
Se empezó abriendo el vientre para retirar sus vísceras, que pesaban cerca de una tonelada; luego se levantó un andamio alrededor del cuerpo para comenzar las diversas operaciones químicas que convertirían el tejido orgánico en sustancias incorruptibles, tareas que se estimaba demandarían varias semanas.
O al menos ésa era la intención original; porque el descarne se completó hasta conservar sólo la piel y los huesos, que fueron trasladados al museo el 6 de julio de 1943.
Entretanto, la noticia había generado una honda tristeza en los amigos de Dalia: “Yo tenía cerca de diez años, en aquel entonces; y me acuerdo que mi papá escondió el diario «La Nació»’ de ese día, para que no leyera la noticia. Pero igual me enteré; y me dio una bronca bárbara, y mucha pena. Fue una barbaridad lo que hicieron”.[36]
La cobertura de Crítica del 19 de mayo corrobora ese sentimiento: “Los pibes de Buenos Aires estarán hoy de luto por la muerte de su querido elefante, a quien visitaban todos los días”.[37] Pero quizá haya habido algo más: una memoriosa aseguraba que “los chicos estaban enojadísimos y por mucho tiempo no quisieron volver al zoológico”, lo cual habría constituido una insólita huelga infantil, quizá la única en la historia del país.[38]

La leyenda del indomable


E
l golpe de estado que tanto preocupaba a Adolfo Dago Holmberg ocurrió 16 días después de la muerte de Dalia, el 4 de junio de 1943. Asumió la presidencia de la república el general Pedro Pablo Ramírez; como ministro de Hacienda (actualmente Economía) asumió un miembro de la oligarquía: Jorge Santamarina. En Educación, ocupó un importante cargo el escritor e ideólogo fascista Gustavo Martínez Zuviría, más conocido por el seudónimo de Hugo Wast. Y como ministro de Justicia e Instrucción Pública, se entronizó al fusilador de la Patagonia Rebelde de 1921, coronel Elbio C. Anaya.
En una función aparentemente de muy baja categoría, fue nombrado secretario de Trabajo y Previsión el joven coronel del GOU Juan Domingo Perón, que como es sabido dividirá la historia argentina en un antes y después de él.
A raíz del golpe, Dago fue exonerado de la dirección del zoológico en 1943. Durante los años de la primera era peronista, se dedicó a buscar reconocimiento científico y a conspirar contra el gobierno, como señala el doctor Balech:

En las últimas décadas, tratando de recuperar su prestigio (nadie lo conocía en los círculos especializados) se mostró en algunas reuniones de oceanografía y maniobró para ser designado miembro honorario del Comité Argentino de Oceanografía, lo que fracasó al no encontrársele más antecedentes que los mencionados. Desde luego, no se consideró suficiente el de colaborador del «Tesoro de la Juventud». Según él, la gran obra de su vida, un tratado general de biología, fue destruido, no se sabe cómo ni en qué circunstancias, por sus enemigos políticos[39], en venganza por su firme defensa de la democracia.
A don Dago no lo conocí personalmente hasta que inesperadamente se presentó en mi casa, en Necochea, por el año 54. Cuando se enteró de que yo tenía un largo manuscrito sobre la distribución de la fauna marina y las corrientes marinas en la Argentina, insistió en que se lo diera para estudiarlo con tranquilidad. Por las referencias que tenía sobre él busqué un pretexto para eludir el pedido.
Cuando supo que yo había sido «renunciado» en el Museo me dijo: «No se preocupe. Le puedo decir que pronto la situación va a cambiar y cuando caiga Perón ocuparé un alto cargo y no me olvidaré de Ud». Fue una tremenda indiscreción decir eso a un desconocido, por parte de quien sabía que se estaba gestando la Revolución Libertadora; él tenía hijos (por lo menos uno) en el ejército y era tío del oficial que más tarde sería muy conocido como el general Lanusse.[40]

Holmberg no mentía; caído Perón en septiembre de 1955, fue nombrado simultáneamente interventor del Museo y el zoológico, cargos que sostuvo mientras el gobierno se sostuvo en el poder. Debió renunciar a ambos con el retorno de la democracia en 1958, cuando asumió la presidencia de la nación el doctor Arturo Frondizi.
Desde entonces su estrella se fue opacando, hasta que en 1979 cobró una fugaz notoriedad debido a una tragedia familiar, que tuvo como protagonista a la dictadura del Proceso: el 20 de diciembre de 1978un grupo de tareas de la ESMA secuestró y asesinó a su hija Elena Angélica Dolores Dago Holmberg, encargada en París de contrarrestar la “campaña antiargentina” contra el mundial de fútbol de 1978. Su cadáver apareció en avanzado estado de descomposición flotando en las aguas del río Luján, en el Tigre, el 11 de enero de 1979.[41]
Durante los funerales de su hija, el ex director del zoo prorrumpió en un grito extemporáneo, que sorprendió a todos los presentes: Luego de escuchar las emocionadas palabras del brigadier Pastor, el señor Holmberg, padre de la víctima, de 90 años, pronunció un vibrante «viva la patria», que puso una nota aún más emotiva al triste momento que se vivía.[42]
Adolfo "Dago" Holmberg murió un año después en Buenos Aires, el 7 de enero de 1980. Llama la atención la absoluta ausencia de avisos fúnebres relacionados con su actividad científica. Ni una sola asociación o institución lo recordó. Al día siguiente aparecieron apenas dos obituarios: uno de sus familiares, y otro del Centro Naval, al que paradójicamente pertenecían los asesinos de su hija. Y el día 9 apareció, solitaria, una participación de siete amigos de Holmberg informando que “sus restos fueron inhumados ayer”.[43]
El doctor Balech, en 1992, aportó noticias indirectas sobre el cuidador de Dalia: “Hace unos años, al dirigirme al museo en taxi y al saber el conductor adonde iba me dijo: «Ah, allí  está  la elefanta (me dio su nombre que no recuerdo; en verdad no estoy seguro si era un animal macho o hembra) que hizo matar ese canalla de Holmberg; el loco era él. Yo era el cuidador de ese pobre animal»”.[44]
La piel de Dalia fue desechada del museo el 21 de agosto de 1951, por hallarse en “pésimo estado”.[45]
Su esqueleto fue armado y se encuentra en exposición, donde cualquier visitante puede verlo en el primer piso del museo, sector Mamíferos, donde un cartel reza:

"Familia: Elephantidae. Orden: Proboscidea. Elefante de la India. Elepheas maximus. Distribución: Asia meridional y oriental, Cochinchina, Siam e isla de Ceilán. Pertenece este esqueleto al elefante ‘Dhalias’ que durante muchos años vivió en cautiverio en el Jardín Zoológico de Buenos Aires".

Horacio Silva
Buenos Aires, 16 de diciembre de 2003.



[1] Guía del Jardín Zoológico Municipal, Bs. As., marzo de 1906.
[2] Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires – Memoria del Departamento ejecutivo - Tomo III, año 1936. Apartado “Jardín Zoológico”, pág. 283
[3] La trompa es en realidad el labio superior y la nariz del elefante, que se han alargado y muscularizado  hasta constituirse en un apéndice de casi  40.000 músculos. El animal la utiliza para beber, saludar, acariciar, amenazar, lanzar agua, arrojar tierra y amplificar vocalizaciones, con lo cual se aprecia la importancia vital de ese órgano.
[4] "Los pibes pagan el menú de las fieras". En revista Mundo Argentino Nro. 1654, 30/9/42
[5] "Sacrificóse a Dalia, el elefante del zoológico". En La Nación, 20/5/43
[6] Españoles.
[7] Paradójicamente, fue Yrigoyen quien cedió a la Liga armamentos y el uso de las comisarías como centros operativos durante la  Semana Trágica.
[8] DEL PINO, Diego A.: Historia del Jardín Zoológico Municipal.  Cuadernos de Buenos Aires Nro. 55. M.C.B.A., Bs. As., 1979. Allí agrega que “También fue colaborador de la conocida obra de divulgación El Tesoro de la Juventud, que fuera compañera de los años jóvenes de tantas generaciones. En febrero de 1979, el doctor Adolfo María Holmberg cumplía 90 años y aclaraba a un periodista —entre otros temas— que «Dago» fue un sobrenombre de infancia, pero no verdadero nombre. Por mucho tiempo se lo llamó Adolfo Dago".
[9] Buenos Aires Zoo 1888-1998 110º. Aniversario Jardín Zoológico de la Ciudad de Buenos Aires. Bs. As., octubre de 1998
[10] Según del Pino, en 1922 acudieron 1.241.000 visitantes; en 1923, 1.298.000 (aumento del 4,59%); en 1924, 1.280.000 (descenso del 1,39%); y en 1925, 1.131.000 (descenso del 11,64%). Onelli murió el 20 de octubre de 1924, de modo que se puede tomar el año de 1925 como el primero de la gestión de Dago.
[11] Construcciones y refacciones: limpieza de los lagos artificiales; revestimiento del lago de mamíferos acuáticos; lazareto; jardín para boas; isla de los monos; estanque de hipopótamos; estanque de cocodrilos; laboratorio; casa de lobos marinos; habitaciones para tapires; aviario; choza congoleña; pileta para elefantes; jaula para ocelotes; plaza de juegos infantiles; rellenado del terreno alrededor de la fuente “Diana Cazadora”; inauguración del busto de Onelli; el teatro-cine; eliminación del matadero de caballos; eliminación algunos pozos negros (con excepción de tres, que quedaron); eliminación de dos estercoleros a cielo abierto.
Nuevas instituciones: Instituto Municipal de Biología; Biblioteca; Tambo modelo (donde se servía leche fresca a bajo precio).
Compra de animales: Se envió al Africa a un biólogo del jardín, que debió costearse los gastos del viaje, para cumplir esa tarea. A su regreso trajo un lagarto varano del Cabo, tres pitones de Nepal, cuatro cobras de Browslangs, cuatro del Cabo, dos cobras “escupidoras”, una “Naja”, un lagarto espinoso, otros veinte lagartos, 10 tortugas gigantes, varias terrestres y acuáticas, camaleones de Sudáfrica, tres ardillas, dos pequeños ciervos y otros animales de menor cuantía.
A los confines del Orinoco y Amazonas fue un zoólogo del Departamento Nacional de Higiene, quien también debió pagar sus gastos. No hay mención de qué animales compró.
Dago fue hasta los lagos Argentino, Viedma y San Martín con el mismo objeto, aunque no se aclara si pagó lo suyo, ni si trajo algún ejemplar.
Otros: Envío de animales sobrantes al zoológico de Parque Patricios; apoyo a las escuelas municipales anexas de Avicultura y Telares. Este apoyo es relativo, si consideramos la forma despectiva en que hablaba del personal docente, como veremos más adelante.
[12] Historia del Jardín Zoológico Municipal, obr. cit.
[13] Onelli era un director muy especial, probablemente el más democrático de todos los que ocuparon el cargo; por herencia familiar tenía el título de “conde”, en su Italia natal, y nunca lo utilizó. Vivía dentro del zoológico, en una casita demolida en los años ´30 que se hallaba junto a la actual administración. Le gustaba estar entre los animales, a quienes llamaba “sus pensionistas”; los observaba y les tomaba un singular cariño. También le encantaban los pibes, y convirtió al jardín en un “paseo popular”, con autitos y diversiones variadas para los chiquitos. En 1907 creó el Zoológico del Sur, en el Parque Patricios, una especie de anexo al predio de Palermo, con una gran variedad de animales, y una “Cabrería Municipal” donde se vendía leche fresca a precio de costo.
Hay muchas anécdotas sobre la singular personalidad del segundo director: en una oportunidad fue donado al zoo un monito bebé huérfano, todavía en etapa de lactancia; Onelli buscó y halló una mujer con el coraje para amamantarlo, hasta que el animalito pudiera tomar otros alimentos. En 1912, arribó la Jirafa Mimí al puerto de Buenos Aires. Con sus cinco metros de altura, no había ningún medio de transporte que la llevara sin sufrir daños hasta su nueva morada; Onelli tomó entonces la soga que el animal llevaba atado al cuello, y lo llevó caminando hasta el Jardín.
Sobre los paquidermos escribió en uno de los artículos de la Revista: “El elefante tiene una aversión profunda por el olor del cigarro y no admite cerca de su importante persona ni tabaco ni cachimbos (pipas), y también lo molestan los gritos de los chajás que van a posarse en la cúpula del templo”.
[14] Historia del Jardín Zoológico Municipal, obr. cit.
[15] “Es injustificable que en el zoo se prohíba la entrada a los menores no acompañados” en Crítica, 6/4/42
[16] MCBA – Memoria del Departamento Ejecutivo - Tomo III, año 1936. Bs. As., 1937
[17] Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires – Memoria del Departamento ejecutivo Tomo III año 1936. apartado “Jardín Zoológico”, pág. 273.
[18] En realidad fue exonerado del cargo en 1943 por el gobierno surgido del golpe del 4 de Junio.
[19] Martín Doello Jurado fue director del MACN entre 1923 y 1946.
[20] BALECH, Juan y PARODIZ, Jun José: El Museo Argentino de Ciencias Naturales “Bernardino Rivadavia” en pantuflas. Folleto mecanografiado, Bs. As., 1992. El original se conserva en la biblioteca del Museo.
[21] El Museo Argentino de Ciencias Naturales “Bernardino Rivadavia” en pantuflas. Obr. cit.
[22] Los jóvenes oficiales del GOU pertenecían a un ala nacionalista de las Fuerzas Armadas, contraria al bando liberal con que Holmberg simpatizaba por adhesión ideológica y lazos familiares
[23] “El decreto del P.E. invita a abandonar el país a intelectuales de izquierda y a dirigentes gremiales” en Crítica, 12-4-42. La medida afectaba al doctor Augusto Bunge, ex diputado de la Nación por el Partido Socialista, y miembro en ese entonces del Partido Socialista Obrero. También recaía sobre Orestes Ghioldi, co-director del periódico comunista “La Hora”, dos voluntarios comunistas argentinos que habían combatido para la República Española, y algunos dirigentes sindicales.
[24] BAYER, Osvaldo: Graff Spee: el fin del corsario. En Los anarquistas expropiadores y otros relatos, Bs. As., Planeta, 2004. 
[25] “Trasladaron a Villa Devoto al artista Miguel de Molina” en Crítica, 1/8/43. En este triste artículo que desnuda la intolerancia para con la diversidad sexual, puede leerse:“En la nota de detención del  Departamento Central de Policía se dice que el artista era conocido por la amoralidad de su vida privada y por haber dado motivo a escándalos en lugares fuera de su lugar de exhibición y de trabajo. También aduce el Departamento que se ha podido comprobar cómo el citado organizaba con frecuencia, juntamente con otros individuos, reuniones que calificaba de ‘grandes orgías’ que, al parecer, trascendieron al comentario público. Por último considera la nota que a las salas donde exhibió su repertorio habían concurrido como espectadores personas de dudosa moralidad. Todo ello ha determinado la mencionada resolución por la cual es deportado del país el llamado Miguel de Molina, previa detención realizada ayer. En las últimas horas de la noche, la jefatura policial dispuso el traslado de Miguel de Molina a la Cárcel de Contraventores, en Villa Devoto, donde permanecerá hasta tanto solucione los trámites de la inmigración para salir del país”.
[26] Curiosamente, la escena más desgarradora de “Bambi” transcurre cuando la madre del pequeño cervatillo es fusilada por un cazador. “Dumbo”, un elefante sometido a maltratos y cautiverio por los dueños de un circo, finalmente logra liberarse gracias a su capacidad de volar.
[27] En una nota titulada “Los pibes pagan el menú de las fieras”, la revista Mundo Argentino del 30/9/42 calculó los ingresos por alquiler de animales y vehículos en más de 3.000 pesos mensuales, los que sumados a la recaudación de boletería totalizaban más de 250.000 pesos al año; cantidad que, según el cronista, bastaba para cubrir los gastos de alimentación de los “pensionistas” del zoo.
[28] La Nación, 20/5/43: “Recuérdase, sí, el caso del rinoceronte Archibaldo, que arremetió contra los barrotes de su jaula hasta romperse un cuerno; pero esto, el dolor y la presencia de la sangre, en vez de enfurecerlo más sirvió de calmante, y ahora es un pacífico huésped del Jardín Zoológico, el único de su raza, pues se quedó sin compañera hace dos años. Es un viudo triste, inconsolable, que cabecea de un lado a otro rumiando recuerdos”.
[29] “Bobby y Ketty huyeron de su jaula y se fueron a pasear a Palermo” en Crítica, 25/1/42
[30] “Una boa viajó de polizón desde Santiago del Estero en un tren” en Crítica, 19/2/42
[31] “Conga, una mona irascible, atacó a un guardián del zoo” en Crítica, 2/2/42
[32] “Una foca turista se acercó a ver a los hombres y fue cazada en Villa Domínico” en Crítica, 10/8/42
[33] “Nerón, un león de circo, hirió por cuarta vez a su domador” en Crítica, 5/12/42
[34] Así se denomina al rugido o berrido del elefante. 
[35] La Nación, 20/5/43
[36] Testimonio de Horacio Guisado, veterano asistente de dirección del cine argentino, quien trabajó en memorables films tales como “La Patagonia rebelde” y “No habrá penas ni olvido”, entre otros.
[37] “Los tiros de las carabinas policiales pusieron fin a la existencia del elefante enloquecido del Jardín Zoológicoen Crítica, 19/5/43
[38] Testimonio de la señora Margarita L. Bruzzone de Porro, abuela del autor, una mañana de primavera en 1967 frente a los restos de Dalia. Para chequear esta afirmación se buscó —sin éxito— el detalle de entradas vendidas entre 1940 y 1945, a efectos de verificar si se produjo una abrupta baja de visitantes después de la masacre.
[39] Se refiere al peronismo.
[40] El hijo mencionado es el Teniente Coronel Enrique Holmberg Lanusse. "Dago" estaba casado con Ernestina Lanusse Justo, tía de Alejandro Agustín, el conocido ex presidente de facto.
[41] Según se desprende de la causa judicial (Nº 13/84 - Caso Nº 689: Holmberg Elena Angélica Dolores, http://www.derechos.org/nizkor/arg/causa13/casos/caso689.html) el crimen habría sido ejecutado para evitar que Elena Holmberg denunciara un supuesto acuerdo entre el almirante Eduardo E. Massera y el jefe montonero Mario E. Firmenich, para negociar que la organización guerrillera no perturbara el desarrollo del mundial de fútbol, sin ordenar formalmente un "alto el fuego". No obstante, otro ex jefe montonero, Roberto Cirilo Perdía, desmiente con tajante indignación esa versión en su libro Montoneros - El peronismo combatiente en primera persona (Planeta, Bs. As., 2013, págs. 525/532): Acerca de las presuntas reuniones de miembros de la conducción de Montoneros con Massera, que suelen invocarse para inducir que hubo traición, falsía o corruptela (...) esas reuniones nunca existieron. Mienten quienes lo afirman o propagan. Cada uno sabrá las razones por las que lo hace y el rédito que saca, sacó o espera sacar de ello. Ese es "su" problema. Una vez más, confío en el "libro de la historia" donde los pueblos registran en su memoria la verdad sobre los hechos de hombres y mujeres que los protagonizaron.
[42] La Nación, 15/1/1979. Este crimen motivó un particular conflicto en la interna de la dictadura, ya que la víctima era una funcionaria de familia patricia consustanciada con el Proceso. El doctor Tomás Joaquín de Anchorena, embajador argentino en Francia y jefe de Elena Holmberg,  hizo fuertes declaraciones a la prensa, expresando que era un “acto sin justificación” dirigido a “afectar gravemente la acción del gobierno del presidente Videla y el proceso de reconstrucción nacional en que estamos empeñados todos los argentinos”, exigiendo “terminar abruptamente con esta modalidad de terror, desenmascarar y castigar a los instigadores y autores materiales de tales hechos, señalándolos como enemigos de la República” (La Nación, 13/1/79). El embajador estaba pidiendo nada menos que la cabeza de Massera. Con un perfil más bajo, el ministro de Relaciones Exteriores —brigadier mayor (RE) Carlos Washington Pastor— calificó al crimen de “cobardía” y pidió “la más severa condena para este tipo de hechos que juzgamos deleznables”, “erradicar definitivamente este terror que aún se esconde entre nosotros” y “continuar la lucha contra los delincuentes descontrolados que actúan cobardemente, enlutan hogares e instituciones para mostrar que aún existen. Ellos son y deben ser merecedores de un esfuerzo final correctivo, que será ejercido por el poder nacional” (La Nación, 15/1/79).  Más mesurado, el ministro se conformaba con ejecutar al grupo de tareas responsable del asesinato. Nada de esto ocurrió; Massera era demasiado poderoso como para rendir cuentas ante sus pares del Ejército.
[43] La Nación, 9 de enero de 1980. Es desolador el contraste con el obituario que mereció su tío abuelo Eduardo Ladislao en 1937, donde se aprecia que realmente era un científico reconocido: allí pueden leerse, entre otros, los pésames del rector de la Universidad, el decano de la Facultad de Ciencias Exactas, la Academia Nacional de Ciencias Exactas, la Sociedad Argentina de Ciencias Naturales, el Museo Social Argentino, la Sociedad Científica Argentina, la Sociedad Ornitológica Argentina, la Academia Nacional de Medicina, la Sociedad Argentina de Antropología, la Sociedad Entomológica Argentina y varias otras instituciones científicas.
[44] El “Museo Argentino de Ciencias Naturales”, en pantuflas, obra citada.
[45] Libro de registro de ingresos y egresos del MACN, sección Mastozoología.