(Este cuento de ficción, basado en la historia de Dalia, el elefante libertario, y escrito en homenaje a Haroldo Conti y su novela Alrededor de la jaula, fue publicado originalmente en el blog cubano VerbiClara, de la licenciada santaclareña Amparo Ballester).
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Dedicado a Meca, quien vive en el Río de la Plata y en mí;
y a Haroldo Conti, cuyos relatos acompañaron mi adolescencia
La división de Mastozoología, ubicada en el primer
piso del Museo Argentino de Ciencias Naturales en Parque Centenario, era un
lugar frío e inhóspito, donde rara vez llegaban los visitantes.
Entre los restos sombríos y polvorientos se destacaba
la figura de un elefante embalsamado, cuyos ojos vidriosos —igual que la
Gioconda— provocaban el efecto de
seguirlo a uno con la mirada por todo el recinto. Un cartel indicaba su
procedencia: “Familia:
Elephantidae. Orden: Proboscidea. Elefante de la India. Elepheas maximus.
Distribución: Asia meridional y oriental, Cochinchina, Siam e isla de Ceilán.
Pertenecen estos restos al elefante ‘Dhalia’ que durante muchos años vivió en
cautiverio en el Jardín Zoológico de Buenos Aires”.
Camilo, un pibe de trece años, era uno de los
pocos que se llegaban hasta allí. Dejaba la fascinación por los dinosaurios a
los chicos de la primaria, que se divertían comparando a la maestra con el homo neandhertalis, o pegando chicles en
las vértebras del Tyrannosaurus Rex.
De tanto ir al museo, Camilo se había hecho dos
amigos: Sergio, el bibliotecario, y Haroldo, un empleado de maestranza que
había sido durante muchos años guardián del Zoológico Municipal.
Solía visitar al viejo en su covacha, una
oficinita mugrienta donde guardaba sus utensilios de limpieza y contaba viejas
historias del Zoo, mientras cebaba mate.
Contaba, por ejemplo, cuando el rinoceronte
Archibaldo arremetió contra las rejas hasta romperse el cuerno, atormentado por
su reciente viudez; o cómo el cuidador Antonio logró que la mona Bobby —que se
había escapado para mirar una carrera de ciclismo que se corría en la avenida
Sarmiento— regresara a su jaula, simulando que la defendía de otro guardián que
aparentaba atacarla.
O recordaba al director Clemente Onelli, que una
vez consiguió a una mujer con el coraje suficiente para amamantar a un monito
huérfano, y otra vez se trajo caminando
desde el puerto a la recién llegada jirafa Mimí, que no cabía dentro de ningún
vehículo.
Pero el relato que más le gustaba oír era el de
aquel muchachito que se hizo amigo de la mangosta canina; y que un día, harto
quizá de verla encerrada en una jaula triste, roñosa y solitaria, la liberó
para fugarse juntos a un lugar donde no hubiera barrotes, guardianes ni amargura.
Aunque todo eso terminó mal –la policía los atrapó y encerró a ambos- estas historias
le encantaban a Camilo, que no decía nada cuando el viejo Haroldo las repetía,
olvidando que las había contado decenas de veces.
Su otro amigo, Sergio, solía darle charla y algún material
sobre los animales favoritos de Camilo. Y no eran pocas las veces que éste se
quedaba allí, hasta que las sombras de la noche indicaban que había llegado la
hora de cerrar.
La vida del chico se centraba alrededor de esas
delicias. Lo demás era rutina; ir a la escuela (donde lo único que valía la
pena eran las clases del maestro Mostazo, que leía cuentos de Horacio Quiroga),
llegar a casa y hacer los deberes. Y luego, nuevamente la entrada a ese mundo
muerto de grandes saurios y aves, que alguna vez crepitaron de vida y hoy
amontonaban polvo, delante de unos visitantes que miraban todo con cara de aburridos.
Una tarde de invierno, en que la lluvia hacía más
lóbrego el lugar, sintió un sobresalto al mirar el elefante: le pareció
percibir un levísimo movimiento en la quijada del animal embalsamado.
Con el corazón en un salto, miró fijamente la
imagen: no notó nada extraño.
Pensó que sería su imaginación, ya fértil de por
sí, y le restó importancia al asunto. Sin embargo, la impresión no le abandonó.
Desde aquella vez que le pareció ver al elefante
moverse, Camilo empezó a tener pesadillas.
Un día soñó que era un animal enorme, y que corría
a toda velocidad por una selva como la de los cuentos de Quiroga, huyendo de
los cazadores.
Otra noche se vio embarcado en una jaula, rumbo a
un país desconocido. Y una tercera vez, soñó que quería escaparse, arremetiendo
contra los barrotes como el rinoceronte
Archibaldo.
—Demasiadas lecturas de la selva— sentenció su
madre, agregando que si seguía imaginando demasiado, le prohibiría ir al museo
a escuchar las tonterías con que ese viejo loco le llenaba la cabeza. Camilo
decidió no hablar más de esas cosas.
Una tarde en que Sergio se quedó a hacer horas
extras, el muchacho no se dio cuenta de que ya se había hecho noche cerrada. “Mamá
me va a matar”, pensó, y saludando apresuradamente, salió de la biblioteca.
En su camino por los pasillos ahora oscuros, donde
la penumbra destacaba con sombríos relieves las siluetas inanimadas para
siempre, al pasar por Mastozoología creyó ver algo que le heló la sangre.
Dhalia había cambiado de posición, y lo miraba fijamente
a él. Empalidecido por el terror, su
mente giró entonces en un torbellino.
Como en los sueños, Camilo era el elefante. Estaba en el zoológico, frente al templo hindú. Su
instinto salvaje le advirtió el peligro que representaban unos policías
apostados alrededor de la jaula, armados con fusiles, que le apuntaban desde
distintas direcciones.
Su enorme masa muscular se puso en extrema
tensión. Sus ojos calcularon rápidamente la distancia que había entre él, la
reja y esos hombres, y tomó la decisión de intentar escapar. Los amenazó
irguiendo la trompa hacia el cielo, mientras emitía un profundo y gutural barrito, y tras ese preámbulo emprendió
una feroz carrera hacia los barrotes.
El impacto fue tan tremendo que logró romper uno
en la embestida. Aún atontado por el golpe, su finísimo oído oyó una voz seca;
sus ojos entrevieron los fogonazos, y su rugosa aunque sensible piel sintió las
mordeduras del plomo en un estrépito de truenos.
La sangre tibia manaba de su frente, y un furor
sobrenatural lo invadió; fue entonces cuando un ser angelical se interpuso
entre él y sus fusiladores, y comenzó a limpiarle la herida con suma dulzura y
suavidad.
En ese momento se despertó entre los brazos de
Haroldo y Sergio, que llegaron corriendo al escuchar sus gritos.
—¡Camilo! ¡Camilo! ¿Estás bien? ¿Qué te pasó,
muchacho? ¿Qué tenés? ¡Sergio, traé un poco de agua!—
El muchacho temblaba y sudaba frío. Con sus
ojillos de animal asustado miraba alternativamente a sus dos amigos, hasta que
al final los reconoció. Recién entonces pudo intentar explicar, entre
incoherencias, lo que había vivido.
El rostro de Haroldo se tornó profundamente
sombrío; y, acariciando a Camilo con la ternura de un padre, le habló con una
suavidad desconocida hasta entonces:
“Yo quería mucho a ese animal porque era su
cuidador, cuando trabajaba en el zoológico. Dhalia
era amigable por naturaleza, y juntos solíamos llevar a pasear a los chicos
encima de su enorme lomo. Cuando lo mataron pedí el traslado, porque no podía
soportar su ausencia; y me trajeron aquí, donde está él.
“En la tierra natal de Dhalia, la India, los elefantes son sagrados. Los hindúes creen en
la reencarnación; que al morir, el espíritu reencarna en otro cuerpo, para
enmendar los errores que cometió en vidas anteriores. Pero para poder
reencarnar es preciso que su cuerpo sea cremado, es decir, purificado por el
fuego.
“Yo me siento en deuda con él, porque no pude
evitar su muerte. Y siempre pensé que debía hacer algo para que pudiera
reencarnar, pero nunca me animé. Soy viejo, y demasiado débil, o quizá cobarde.
Pero la pena que tengo, me acompañará para siempre”.
Camilo escuchaba todo con profunda atención. Ya no
temblaba, y sus mirada había perdido ese destello salvaje, para adquirir una
expresión de reconcentrada calma.
Cuando regresó a su casa tuvo que soportar un
tremendo escándalo por la hora de llegada y, como su madre había advertido, le
prohibió volver al museo mientras sea menor de edad: —Mientras seas chico jamás
volverás a ver a ese viejo loco, que quizá sea un degenerado. ¡Vaya una a saber
con qué propósito te entretuvo hasta estas horas de la noche!—
Desde entonces, no hubo alegría para Camilo. Todo
en él era reserva y circunspección, hasta el punto de que sus compañeros del
colegio preferían estar lejos de él, a quien miraban como a un bicho raro.
Sin embargo, seguía imperturbable. Siempre
pensaba, y pensaba. Y cuando por fin llegó a una conclusión, no miró hacia
atrás.
Una tarde a la salida del colegio, llamó a su
madre para avisarle que se quedaba a estudiar en casa de un compañero que ella
conocía, y que tal vez podría quedarse a dormir si se hacía tarde.
Luego se fue a caminar por ahí, para hacer tiempo.
Se entretuvo mirando comics y manga en los puestos de Parque
Centenario, hasta un rato antes del cierre del museo.
Entró aprovechando la confusión provocada por la
salida de un grupo escolar, excitado y bullicioso.
Una vez dentro, se escondió en un cuartito en
desuso que Haroldo le había mostrado; y allí se durmió, mientras esperaba que
se hiciera de noche.
Cuando despertó, aguzó el oído para percibir cualquier síntoma de
movimiento: no oyó nada y, empujando la puerta despacito, se atrevió a salir.
Ocultándose como pudo entre las vitrinas, llegó finalmente a la división de
Mastozoología.
Saludó a Dhalia
con una ternura infinita, hablándole de las mil cosas que estuvo pensando todo
ese tiempo, mientras sacaba de su mochila un gran frasco lleno de kerosén.
Comenzó empapando la cabeza y los costados del animal, y con gran esfuerzo
consiguió arrojar el líquido sobre su lomo, que no medía menos de dos metros de
altura. En la tarea, torpemente efectuada, quedó él mismo rociado con el
combustible, muy a su pesar. “Ahora sí que mi vieja me mata; con este olor en
la ropa, no sé cómo voy a convencerla de que estuve estudiando en lo de
Carlos”, pensó.
Cuando se vació el frasco sacó una caja de
fósforos que llevaba en el bolsillo de su campera. Con las manos algo
temblorosas, la abrió y tomó uno; y en ese momento, un grito lo sobresaltó:
—¡¡Camilo!!—
Miró hacia el costado, y vio al viejo Haroldo que
le hacía señas desesperadas para que se detuviese.
—¡Camilo, por Dios, no lo hagas!—
El temblor desapareció de sus manos. Miró al viejo
y recién ahí supo cuánto lo quería, y cuánto quería a esa nostalgia de tiempos
antiguos que él no había vivido, pero que sentía como propios.
Entonces, ante la mirada desesperada del viejo,
sonrió levemente y prendió el fósforo.
Al día siguiente, los diarios titularon: “NIÑO
PIROMANIACO MUERE AL PRETENDER INCENDIAR MUSEO DE PARQUE CENTENARIO”. Las
radios y canales de televisión dedicaron sus noticiosos a resaltar la falta de
valores de la juventud y la inacción del gobierno para prevenir este tipo de
atentados, reclamando mayor presencia policial en las calles y una eficaz
vigilancia en los lugares de reunión de los jóvenes.
La única excepción fue la nota que publicó un
viejo diario anarquista, que no leyó casi nadie, y en la que un memorioso
investigador transcribía algunos párrafos de La Nación, edición del 20 de mayo de 1943:
SACRIFICOSE A ‘DHALIA’,
EL ELEFANTE DEL ZOOLOGICO
“Dhalia, el único elefante
macho que había en el Jardín Zoológico, tuvo que ser ultimado a tiros.
El hecho ocurrió ayer,
entre las 14 y las 15. Un piquete de la Guardia de Seguridad disparó 36 balazos
contra el animal enloquecido. Fue como una cacería dentro de la ciudad, en la
pequeña y urbanizada selva de Palermo, alborotada por el guiriguay de los
pájaros y los chillidos de los monos.
Después de recibir el
primer impacto en la frente, de la cual empezó a manar abundante sangre, los
presentes vieron con estupor cómo su joven compañera, de nombre Cango, se cruzó
en la línea de fuego tras arrancar unas matas de pasto con las que se puso a
limpiar la sangre de la herida.
El oficial, azorado, ordenó
alto el fuego; pero ese instante mágico fue roto por el mismo Dhalia, quien
resuelto a huir de la ejecución, intentó salir por el hueco abierto en la reja.
Sonó otra vez la voz de
fuego, y las descargas se sucedieron sin solución de continuidad, por espacio
de una hora; fue entonces cuando el soldado J. Durán, campeón de tiro de fusil,
disparó el tiro de gracia haciendo blanco mortal en uno de los ojos.
Cuando Dhalia por fin cayó
lo hizo con estilo, doblando las patas, arrodillándose sin tumbar el cuerpo,
como esperando la muerte con dignidad. Y así quedó, como si estuviera en
actitud de reposo, frente al pabellón indio, entre los rugidos de las fieras,
la algarabía de los pájaros y el griterío de los monos, que saltaban y
aplaudían en la jaula, pues había terminado la función: la cacería improvisada
en la ciudad”.
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Muchos años después, un joven elefante y su conductor atravesaban despreocupadamente
las junglas del sudoeste de la India. A su paso, los sencillos pobladores de la
aldea de Bhadravati, coincidían entre sonrisas al afirmar que nunca habían visto
una amistad tan pura y simple, como la existente entre aquel hijo de Ganesh y
el alegre cachorro de hombre que lo guiaba. [2]
Horacio Ricardo Silva, 17
de junio de 2005.
[1] Luz eterna, en latín.
[2] Las tres deidades más
importantes para el hinduismo son Visnu y sus dos hijos, Brahma y Shiva. Este
último tuvo con Parvati, su mujer, dos vástagos: Kartakaya y Ganesh. Debido a
una confusión Shiva decapitó a Ganesh, quien protegía a su madre. El atribulado
padre bajó a la Tierra, con la promesa de traer a su hijo la cabeza del primer ser
que encontrara a su paso, que resultó ser un paquidermo. Su imagen se
representa entonces como un hombre de gran barriga, cuatro brazos y cabeza de
elefante; es el dios de la sabiduría y las letras, conocido también por su
capacidad para remover obstáculos. Actualmente es la deidad más popular en la
India y su hijos, los elefantes, son considerados sagrados por su origen
divino.
Sabes lo que me emociona este cuento. Gracias por iniciar un blog, sé que será maravilloso. Un abrazo, Amparo
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