El escritor junto a sus hijos Eglé y Darío.
Ocurrió en un carnaval, en Buenos Aires. Un carnaval como éste, pero
75 años atrás. Quiroga había aguantado a pie firme, frente a un docto tribunal,
la sentencia inapelable: agonía hasta morir por cáncer de próstata.
Nadie le dio a elegir; pero él, que había fijado el norte de
su brújula en la libertad, desoyó la condena y se aplicó a sí mismo la
eutanasia reparadora, en el Hospital de Clínicas, en la madrugada del 19 de
febrero de 1937.
La vida de Quiroga había sido, desde su infancia y juventud,
una constante exploración en busca del más allá de los límites establecidos. Su
personalidad maduró en la ruptura de lo convencional. Le pareció pequeño y
mezquino el mundillo de las letras rioplatenses. En él, como en pocos artistas,
se conjugó la necesidad de vivir el arte, pero en carne propia.
Esa necesidad vital lo llevó
a instalarse en la selva misionera, en San Ignacio, a 1.100 kilómetros de la
gran urbe. Solos, él, su joven esposa, su ingenio, y la asombrosa capacidad
creativa de sus manos, que se manifestó en la agricultura, la jardinería, el
paisajismo, la mecánica, la carpintería, la taxidermia y cuanto oficio podía
surgir de su taller de herramientas misionero.
Quiroga en su taller.
Este hábitat natural, que aún hoy conserva la magia de lo primitivo,
se convirtió en su paisito. En él, Quiroga se encontró consigo mismo, y
produjo lo mejor de su obra literaria, al tiempo que levantaba con sus propias
manos el bungalow de madera, y convertía un pedregal en un bello y exquisito jardín con vista al Paraná;
pero tuvo que pagar un precio muy elevado por ello.
Horacio Quiroga voló demasiado alto, como para que lo
comprendieran sus contemporáneos. Fue objeto de burlas de todo tipo, entre
ellas las que le dedicara Jorge Luis Borges, diciendo que era apenas “una leyenda
uruguaya”... en otras palabras, que no existía. Una cruel e injusta lapidación
literaria, que el paso del tiempo desmintió rotundamente.
De esa manera, él construyó un personaje huraño, primitivo y
salvaje para los carroñeros intelectuales, guardando para sus íntimos al ser
vital, generoso y creativo que aparece en sus cartas. Pero lo que sobrevivió en
el imaginario popular fue el personaje, y no la persona. Ya es tiempo de
descorrer el velo que obscurece la enorme figura de ese ser luminoso, de ese pioneer
de la literatura americana, y de lo que Rodolfo J. Walsh llamó, con poesía,
“los oficios terrestres”.
No obstante Quiroga, en
virtud de sus méritos, es hoy un referente insoslayable de la literatura
americana. Quedan, al alcance de cualquier lector curioso, las inagotables
reediciones de sus libros, con narraciones memorables como Un
peón, Una bofetada, El paso del Yabebirí, El hijo o el
increíble volumen titulado Los desterrados, por citar sólo algunos.
También queda un film, Prisioneros de la tierra, basado en tres de sus cuentos,
dirigido por el inolvidable Mario Soffici, considerado como una de las mejores
películas en la historia del cine argentino.
El bungalow de madera, que construyó con sus propias manos.
Al llegar a este punto del texto, el autor de estas líneas repara en
que el reloj marca la una y cuarto de la madrugada, del domingo 19 de febrero
de 2012. El mismo día y, aproximadamente, la misma hora en que Horacio Quiroga
partió en su último viaje hacia la eternidad.
Desde la calle, se escucha el alegre bullicio del corso de
Mataderos. Alegrías y tristezas se mezclan en las festividades consagradas al
rey Momo.
Pero este febrero de carnaval de 2012, lleva más tristezas que
los anteriores. Hace apenas pocos días, partía también un luminoso exponente de
la música y la poesía rioplatense: el inolvidable Luis Alberto Spinetta, aquel
que dijo a un periodista de La Nación (22-11-2008): “a veces encuentro poesía
en los cuentos de Horacio Quiroga”.
Triste febrero el de este Carnaval. En recuerdo de Horacio
Silvestre Quiroga, y de Luis Alberto Spinetta, merece ser encendido un cirio y
ser bebida una cerveza. Por los que se fueron, pero también por los que
vendrán, iluminados por el fuego sagrado de dos almas creadoras.
Horacio Ricardo Silva
Mataderos, Bs. As., madrugada
del 19 de febrero de 2012.
Maganífico, como todo lo que escribes, lo tomo para mi blog. Un abrazo, Amparo
ResponderEliminarGracias mi querida Amparo, un abrazo.
ResponderEliminarObrigado por relembrar e compartilhar essa linda história tão bem contata nessas emocionantes linhas. Axé aos Horácios!
ResponderEliminarHermoso...me sustrajo de esta realidad ingrata y me llevó un ratito a su bungalow y, también, al tuyo, querido amigo.
ResponderEliminarGeri.
Hermanito, qué dejo de tristeza en tus palabras... te abrazo!
EliminarSim, é uma bela história; muito obrigado,Rúbia!
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