Era de esperarse. Tarde o temprano, tenía que ocurrir. A veces, el
precio de la libertad se paga con la vida.
Bonafide era un perro curtido en la calle, de complexión algo
superior a mediana, y poderosa músculatura. Era un perro bravo; pero sólo para
con sus congéneres. Si bien le gustaba perseguir autos, motos y bicicletas,
nunca atacó a un ser humano.
Llegó a fines de enero, hace nueve meses. Se adaptó a su nuevo hogar
con extraoridaria rapidez; pronto encontró todos los recovecos del alambrado
que habilitaban la libre fuga, y el tranquilo reingreso a la finca.
Se hizo querer. Era cariñoso, y
estaba en permamente búsqueda de mimos. Solía plantarse al lado mío, mientras
trabajaba en la computadora; y si no le acariciaba, me daba unos buenos
empujones en el brazo con la trompa, para reclamar lo que le correspondía por
derecho. Uno de esos empujones hizo, una vez, volar el contenido de mi vaso de
vino rosado, cuando lo dirigía a mis labios.
Pero así como era conmigo y con las personas, no lo era con otros
perros; y menos si se trataba de la conquista de una dama en celo. Lo he visto
batirse con seis congéneres al mismo tiempo; giraba a una velocidad espasmódica
mientras amenazaba con toda su potencia, para no dar la espalda a los enemigos
que buscaban el punto débil. Una sola vez volvió lastimado de una pelea, y otra
vez con un prolijo tajo en la pierna, que dejaba la carne al aire, producto del
corte con alguna chapa; en ambas ocasiones intervino la cirugía.
Cada vez que iba a la estación a tomar el tren, Bonafide me seguía
moviendo la cola a toda potencia. Costaba bastante engañarlo para que no se
subiera a la formación, pero con diversas artimañas podía desorientarlo. Cuando
el tren partía, él regresaba solo a casa.
Desde su llegada, había vuelto a plantearse el agudo problema
filosófico, respecto de qué debía priorizar: su libertad, o su seguridad. La
decisión era mía, y mía la responsabilidad por sus consecuencias.
Al no estar dentro de mis posibilidades asegurar los cien metros
perimetrales de alambrado para evitar que salga del terreno, la alternativa era
mantenerlo encadenado a un árbol. Después de las dos cirugías, tomé esta última
decisión; pero me sentí muy desgraciado en esos días. Ambos nos sentimos muy
desgraciados; al fracasar sus primeros intentos de liberarse de la cadena,
quedó en un estado abúlico, indiferente a todo. Partía el alma ver a un animal
tan joven y tan lleno de vitalidad en ese estado. Y peor aún cuando pasaba una
damisela en celo; lloraba, gemía, pugnaba por liberarse, en un vano intento por
dar satisfacción al instinto natural de preservación de la raza.
A los pocos días comencé a soltarlo de noche, con el prudente
cálculo de la menor circulación callejera de vehículos, bichos y personas. Era
impresionante la velocidad con que salía corriendo sin parar, atravesando
limpiamente el agujero del alambrado, para ganar la calle y perderse en la
lejanía.
Al día siguiente volvía, y cada vez costaba más engatusarlo para
echarle nuevamente la cadena al cuello; ni comidas, ni mimos, ni amenazas,
podían desafiar la astucia adquirida con la experiencia. Y un buen día, ya no
lo encadené más. Lo dejé ir y venir a sus anchas. Pensaba en qué preferiría que
me hicieran a mí, si me dieran a elegir: la jaula dorada y segura o el libre
vagabundeo, y ganó esta última opción.
Pero yo sabía que un día, lejano quizá, cuando sus reflejos ya no
fueran los de antes, o su cuerpo no se moviera con la vitalidad de la juventud,
pasaría una desgracia. Sabía que una noche como la de anoche, alguien iba a llamar
a mi puerta, para decirme que mi perro yacía tirado en la zanja, al borde del
camino. Que parecía que lo había atropellado una camioneta.
Anoche, aún convaleciente de una gripe, me abrigué y salí a ver en
el lugar que me indicaron, a doscientos metros de mi casa, en la diagonal Rosas
y Ascasubi, frente a un almacén. Necesitaba comprobarlo; pero realmente no
quería ver su cuerpo destrozado. Y, al amparo de la oscuridad, me las arreglé
para no encontrarlo.
Pero esta mañana a las siete, hace una hora, mi necesidad renació
con más fuerza, y volví. Allí estaba. Panza arriba, los ojos cerrados, sin
señal alguna visible del accidente. Me despedí de él como pude, encendí un
cigarrillo, y regresé caminando a paso lento, por la calle que tantas veces
recorriéramos juntos en mis idas a la estación del tren.
Yo no sé si él me reprocharía por
no haberlo cuidado mejor. Tampoco sé si, por el contrario, me hubiera
agradecido por hacerle disfrutar en plena libertad cada momento de su vida.
Siento profundamente su muerte, pero no puedo llorarla. La vida en
un mayor contacto con la naturaleza me ha enseñado que “todo corre hacia
ahora”; lo único que importan es el tiempo presente, el instante actual. Todo
es pasajero. Las personas, los afectos, los trabajos, van y vienen constantemente,
se reciclan los unos a los otros; y no es menos cierto, que uno mismo también
va y viene de la vida de los otros. La muerte es parte de la vida, en el
reciclar cotidiano de la naturaleza, y llega indefectiblemente.
Adiós, viejo amigo. Extrañaré tus trompazos cuando me sirva un vaso
de vino rosado, sentado frente a esta herramienta de trabajo, con la cual
expreso mi dolor por tu ausencia. Sé que, en algún momento, nos encontraremos
en alguna parte.
Horacio Ricardo Silva.
A. Korn, 2 de octubre
de 2011.
Ese es mi Bonafide, esa mirada tan tierna y tan tierno con esos pollitos. Viste, vive.
ResponderEliminarSi, querida amiga; nuestro Bonafide!
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