Este interesante texto es el relato de una anécdota personal de la autora, que sin embargo la trasciende, volviéndola universal. Concatenación de casualidades, que se enlazan con la precisión de una novela bien escrita; y que sin embargo, de una manera mágica y paradójica, ocurren en la vida real.
Una historia sorprendente
Por Sibila Camps (*)
En mis vacaciones
en La Paloma
(segunda quincena de febrero de 2011), se me acabaron los libros que me había
llevado y fui a una librería. Busqué libros de autores uruguayos, elegí dos y
descarté un tercero, por razón de precios (están más caros que en Argentina).
Pero la dueña me insistió y terminé llevándome el tercero, La costa ciega,
de Carlos M. Domínguez.
Me encontré con
una novela extraordinaria, de esas que se encuentran una cada cinco años, y
leyendo mucho. La situaba en parte en Buenos Aires, y en buena parte en las costas
de Rocha, donde yo estaba mientras la leía.
Ya en Buenos
Aires, busqué en Google datos del autor, y me encontré con varias sorpresas. La
primera, que Domínguez era argentino, pero desde 1989 vivía en Montevideo. La
segunda, que yo “lo conocía”, pero no me había dado cuenta. Decidí escribirle,
y contarle que su libro me había parecido excelente. Tardé bastante tiempo,
hasta que finalmente conseguí el mail de la encargada de prensa de Mondadori,
le escribí, y ella me pasó el mail de Domínguez.
El 3 de abril le
envié estos párrafos:
Estimado
Carlos:
Pedí tu dirección a Florencia Ure, de prensa de Alfaguara, ya que no quería quedarme con las ganas de hacerte un par de comentarios sobre "La costa ciega".
Estuve en febrero dos semanas en La Paloma , un lugar adonde he
ido varias veces de vacaciones, con distintas compañías, y las últimas veces,
sola. Un lugar donde me siento muy cómoda y descanso bien: me alquilo una bici
por todo ese lapso, voy siempre a playas distintas, me llevo muchos libros, y
leo a lo bestia. Tanto, que este año, a pesar de que me tocó muy buen tiempo,
se me acabaron los libros.
Hay autores uruguayos contemporáneos que me gustan mucho, y los
busqué. No había ninguna novela de Delgado Aparaín, y me llevé su libro de
entrevistas, "Hablar con ellos". Tomé también "Las cartas que no
llegaron", de Rosencof. Y la dueña de la librería me insistió con el tuyo
(no estoy segura de que lo hubiera leído; seguro, sí, alguna reseña).
Aunque te parezca mentira, ni al comprarlo ni durante la lectura
recordé que también sos coautor de "Construcción de la noche" que,
como buena fana de Onetti, he leído apenas salió. O sea que tu novela, la leí
sin ningún preconcepto.
La encontré excelente, me gustó muchísimo. Me fascinó la
complejidad con la que está construida. Durante unas cuantas páginas no estuve
muy segura de comprender, y algunas cosas, directamente no las comprendía. Pero
sentí que debía hacer como he hecho con las novelas más densas de Faulkner: seguir
leyendo, que en algún momento, las cargas terminarían acomodándose. Y así fue.
Y mientras iba leyendo tu libro, ya tenía la convicción de que sería uno de los
poquísimos libros que me dan ganas de volver a leer (y prefiero decir
"volver a leer", a "releer").
La referencia a Faulkner tiene dos sentidos. El primero, como te
decía, esa intuición, esa certeza de que debía dejarme llevar por tu libro. El
segundo, el clima faulkneriano que tiene tu novela, dicho esto como un elogio:
no es que "se parezca", sino que se respiran equivalencias. El clima
y, también, la ética faulkneriana. En ese aspecto, un inmenso mérito es el de
no haber sido condescendiente con ninguno de los personajes, no haber cedido al
cariño, o a la simpatía, o incluso a la repulsa que podían inspirar. Es un
libro de una honestidad implacable.
Hay una diferencia grande con Faulkner: tu estilo es frugal,
condensado, y certero.
Al comentar tu libro a otras personas, intenté contarles de qué
trataba, y no pude: reducirlo a un argumento lo volvía panfletario, y si hay
algo de lo cual tu novela no tiene un gramo, es de panfleto. El haber podido
enmarcarte en ese contexto histórico-político para desarrollar y entretejer
historias individuales sin caer en lugares comunes ideológicos, sin acercarte
nunca a semejante cornisa, es una virtud valiosísima, de ésas que se valoran
poco cuando existen, pero se destacan rabiosamente cuando faltan.
No agrego nada más. Esto no es una reseña, ni pretendo que tenga
forma de nada. Simplemente me hace sentir bien el decirle a otra persona que me
gustó lo que hizo.
Te
mando un abrazo,
Sibila.
Al día siguiente, Domínguez me respondió:
Gracias, Sibila, por tu lectura. Las miradas que uno no espera son
las más valiosas, y en especial las de esta novela que no se brinda de un modo
sencillo al lector y le pide tantas cosas como me exigió a la hora de
escribirla. La idea, claro, de que la vida se mueve por malentendidos es
deudora de Faulkner y acaso es el lector de Faulkner el que puede mirarla con
mejores ojos. Tengo presente sin embargo, algo que dijo una hija de desaparecidos
que buscaba a su padre en Olavarría: todos tenían una historia que contar y
nadie conocía la verdad. Así que entre Faulkner y las muchas cosas que la
dictadura nos arrojó a la cara se urdió esta historia que, decís bien, no tiene
otro tema que la novela misma. Me vine a Uruguay en el 89 con una novela un
tanto loca y expresionista sobre aquellos funestos años, Bicicletas negras, que
publicó Arca y ahora está por reeditarse. Y no regresé a esos años hasta La
costa ciega, empeñado en que el horror no me devorara y no me escribiera, no me
dictara lo que tenía que decir, contestar o desmentir. Me alegra que lo hayas
visto así y poder compartirlo. Unos lectores rebotan contra el narrador, contra
lo más esencial de un narrador, que es su necesidad de contar una historia, y
otros saben, como vos, llegar más lejos. Me reconcilia con el esfuerzo.
Te mando un abrazo fraterno y agradecido
Carlos
Intercambiamos cuatro o cinco
mensajes más, y ahí lo dejé.
Esta semana (finales de abril
de 2011), una amiga queridísima me invitó a su 56º cumpleaños, el sábado 23 de
abril. Por su historia personal, decidí regalarle La costa ciega. El sábado
al mediodía –demasiado tarde por lo que eran mis intenciones– salí de casa rumbo
a las librerías de Avenida Corrientes. Empecé por Zival’s: no estaba. Seguí
hacia el Obelisco: “No está”; “No la tenemos”; “No nos queda ningún
ejemplar”. Así en todas, hasta que llegué a Hernández. Ya tenía el discurso
listo: si no estaba la novela de Domínguez, pediría Mil y una muertes, de
Sergio Ramírez.
“No está”, me dijo uno
de los dos vendedores. Ya estaba por pedir el libro del nicaragüense, cuando
alguien me tocó el hombro. Me di vuelta: una mujer me dijo “Ahí está”, y
me señaló a… Carlos María Domínguez. “¡Carlos! ¡Soy Sibila Camps!” –exclamé,
muerta de risa–. Vengo buscando tu libro para regalárselo a una amiga, pero
no lo encuentro por ningún lado”. Intercambiamos algunas frases, entre
carcajadas, por la casualidad. “¿Viste que no todos son malos entendidos?”, le
observé. Me dio la razón. Recuerdo: Domínguez vive en Montevideo.
Pregunté a los vendedores qué
librerías me quedaban por recorrer: sólo Cúspide, y un par de locales pequeños.
Me despedí de Domínguez y decidí hacer el último intento. En Cúspide, el
vendedor que me atendió, buscó en depósito, sin éxito. Fue a otro lugar, revisó
con cuidado, y finalmente halló dos ejemplares. “Es para regalo, pero no me
lo envuelva, póngame el papel y el moñito aparte –pedí–. Acabo de
cruzarme con el autor en la otra cuadra, y quiero ver si todavía lo encuentro
para que me lo dedique”.
El vendedor me deseó buena
suerte y desanduve el camino. Habían pasado al menos 15 minutos, pero allí
estaba todavía Domínguez, en la puerta de la librería Hernández, esperando a
alguien (su mujer). “¡Lo encontré! –le dije–. Ahora, tenés que
dedicármelo”. Saqué la birome, mientras le contaba quién era la
destinataria: Lina Avellaneda, cantante y autora de tangos contemporáneos,
amiga entrañable, quien tiene una hermana asesinada por la Triple A –por eso pensé
en regalarle este libro–, y que justo hace pocos días tuvo que ir a declarar a la Justicia por esa causa,
por primera vez, y recién ahora. Su hermana –le conté–, tenía 23 años, y era
delegada por su curso en el Centro de Estudiantes de la Universidad Tecnológica
Nacional, Regional Avellaneda, y la
UTN había decidido ser querellante en la causa, en el primer
caso de una universidad en esa actitud.
Escribió unas hermosas
palabras: “Para Lina, esta dedicatoria bendecida por el azar y el destino.
Un abrazo fraterno de Carlos María Domínguez”. Nos quedamos charlando un
rato más, aludiendo cada tanto a la extraordinaria casualidad del encuentro. “Me
puso muy contento tu mail”, me dijo. Me pareció verlo dudar al escribir la
fecha: “Hoy es 23 de abril”, le recordé. “Sí, hoy es mi cumpleaños”,
respondió. O sea, el mismo día que mi amiga Lina. Y ambos cumplían 56 años.
Si no me creen, les muestro
una fotocopia de la dedicatoria.
ADDENDUM:
Esta historia tiene una
segunda parte. Mi amiga Lina me instó a escribirla, y compartí con amigas y
amigos lo que escribí más arriba; por pudor, no se la envié a Domínguez. Una
amiga de Córdoba se la reenvió a su hermana que vive en Suiza, quien acababa de
publicar en Argentina un libro sobre los dos años y medio en que fue presa política
durante la última dictadura, cuando ella tenía 17 años; y esta mujer me
escribió para hacerle una propuesta a Domínguez para difundir “La costa ciega”.
La idea me pareció retorcida y estuve a punto de rechazarla por mi cuenta, pero
me dije que yo no era quién para decidir por él y, con el asunto "¿Propuesta indecente?", le
reenvié el mail.
Con delicadeza, Domínguez dijo que no. Y
agregó: "Naturalmente, me da
curiosidad la breve historia que escribiste sobre nuestro singular
encuentro". Se la mandé: "Te
adjunto el registro de nuestro increíble encuentro. No busques literatura,
porque no la hay; simplemente conté lo ocurrido, y no hacía falta
adornarlo". Su respuesta fue un broche de oro: "Gracias, Sibila, guardaré este recuerdo como un asombroso
homenaje al Día Internacional del Libro (¡como si faltaran coincidencias!)".
(*) Sibila Camps (Bs. As., 1951) es periodista y docente en
periodismo, especializada en relaciones con los medios, en cobertura y
comunicación sobre desastres, y crítica de música popular. Desde 1977 ha
trabajado en La Opinión, revista Humor, revista del diario La
Nación y la agencia noticiosa ANSA, entre otros; y desde 1983 es redactora full
time en Clarín, actualmente en la sección Sociedad. Ha recibido premios y
distinciones de las aociaciones ADEPA y SIP.
En el campo de la música ha sido integrante activa de diversos movimientos
de apoyo a la música popular argentina, tales como MúsicaSiempre (equivalente
de Teatro Abierto) y Alternativa Musical Argentina.
Como autora, ha publicado los siguientes libros: El Sheriff (Vida y leyenda del Malevo
Ferreyra); Periodismo sobre catástrofes
(Cómo cubrir catástrofes, emergencias y accidentes en medios de transporte); 1000 trucos para cuidar el centavo y ahorrar
tiempo y esfuerzo (libro de servicios); y en coautoría con Luis Pazos, la
serie en dos volúmenes Asi se hace
periodismo (Manuales prácticos de periodismo moderno y de periodismo
gráfico); Ladran, Chacho (biografía
de Carlos “Chacho” Alvarez) y Justicia y
television
(La sociedad dicta sentencia).
Actualmente tiene en preparación su
libro sobre el caso Marita Verón y la trata de blancas.
Más información en su página web personal: http://www.sibilacamps.com
Bien por los azares y el destino ¡aveces tejen maravillas como esta! otras no son tan benévolos pero siempre hacen a la vida. Gracias por compartir esta historia.
ResponderEliminarViste qué cosa tan loca y linda? Gracias por tus palabras, un beso.
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