Enrique Santos Discépolo (1901 - 1951) |
L
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as decepciones amorosas son, a qué negarlo, una de las pocas cosas que
tiene en común el género humano, atravesando geografías, siglos, religiones,
convicciones políticas, colores de piel y clases sociales.
Qué hacer con esas decepciones, es cuestión de
cada uno. En general suele imponerse el sentido común. Cuando algo ha lastimado
en profundidad los sentimientos, la reacción natural es la cautela, la
prudencia, el miedo.
Ahora, una cosa es decepcionarse en medio de la
vitalidad de la juventud, cuando se está tan al comienzo de la vida, cuando se
cree hasta en la posibilidad de cambiar el mundo. Pero, ¿qué pasa a los
cincuenta?
Cuando se alcanza el medio siglo, las perspectivas
son muy diferentes. A veces, uno mismo queda siendo el miembro más antiguo de
su familia, porque fallecieron abuelos, padres, madres, tíos, parientes.
Además, se ven partir uno a uno a los artistas que fueron los referentes de la
adolescencia, aquellos de quienes se abrevó para terminar siendo quien uno es.
La muerte, entonces, ya no es un hecho lejano; se
toma consciencia de que el final está más cerca que el comienzo.
Para entonces, la vida se ve reflejada en el
universo discepoliano. A la postre no se cambió al mundo, que “fue y será una porquería”, como siempre;
se amó, se tuvieron hijos, se traicionó, se fue traicionado. Y se concluyó en
que el amor no es como uno creía que era. Y que no existe una sola manera de
amar, que son infinitas, algunas de ellas sanas, la mayoría completamente
enfermizas; pero que no por ello, dejan de ser amor.
A los cincuenta, se piensa que el amor ya no es
para uno. Y menos, si uno se estableció de manera independiente, tiene su
lugarcito, no le faltan los pesos para comer y tomarse un vinito o un fasito,
salir de vez en cuando, nada del otro mundo. El sexo pasa a ser una actividad
secundaria, y nunca falta alguien con quien —o mejor dicho, con quienes—
compartirlo. Pero eso sí: después cada uno a su casita, cuando tengas ganas me
llamás, o si me pinta te llamo yo.
Porque a los cincuenta, uno ya sabe que la
Princesa Dorada no existe; y que tampoco uno es, precisamente, ningún Príncipe
Azul.
Uno se vuelve exigente, y sabe que no tiene
derecho a serlo. Porque uno quiere una mujer que sea inteligente, refinada,
culta pero sencilla, muy sensual en la intimidad... eso, que sea toda una dama
en la mesa, y una flor de puta en la cama, o en el baño de una heladería, por caso.
Pero eso no es todo, qué va... además debe querer
huir de la rutina como de la peste, ser compañeraza, con sensibilidad social,
tener gustos esenciales compartidos, que sea una pizca celosa, sin llegar a
extremos enfermizos. Que se conmueva hasta el llanto con determinadas pelis,
que tenga profundidad en el alma, apertura y comprensión para las diferencias
de criterio. Y, de yapa, que sea linda, que su cuerpo nos guste, que despierte
nuestro instinto animal.
En otras palabras: una mujer con quien volar.
Entonces, uno concluye en que esa mujer no existe; o que si por un
remotísimo azar del destino existiera, debe vivir en algún confín perdido del
mundo, acaso en Asia o en África, hablando otra lengua, imposible llegar a
conocerla, ni siquiera por internet.
Además, si existiera... no nos daría la menor pelota. ¡A uno, justamente! A
qué engañarse...
Eso es lo que uno piensa a los cincuenta. No obstante, uno también necesita
amar, porque no se resigna, no se conforma a una vida demasiado segura,
demasiado rutinaria.
¿Y si por puta casualidad reapareciera la magia? ¿Y si uno encuentra una
mujer que reúne varias de todas esas exigencias? Y si, por extraño que parezca,
esa mujer le diera pelota a uno? ¿Qué hacer?
A estos interrogantes les dio respuesta Enrique Santos Discépolo, el
inolvidable filósofo porteño, en el tango “Uno”. El texto que sigue a
continuación fue extraído de “Cuadernos de Crisis” Nº 3, publicado en diciembre
de 1973. Luego, dos líneas de reflexión.
Discépolo, explicando a Carlos Gardel el por qué de "Yiya... yira" (1930). |
Cómo nació «Uno»
(De su ciclo «cómo nacieron mis canciones, Radio
Belgrano, 1947»)
“Siempre hay un «antes»... Un «antes» que justifica todo lo que puede venir
después. Somos jóvenes antes de ser viejos, para justificar el reuma. Nos
enamoramos antes de casarnos, cuando lo lógico sería que nos enamorásemos
después... Hay, entre el antes y el después, una relación de fuego y ceniza, de
tajo y sangre, de grito y llanto. No se conciben separados. Para hablar de
«Uno» —el que llegó después— tengo que hablar antes de mí, de mi especial
estado de ánimo en ese tiempo que precedió al nacimiento de «Uno».
Estaba raro. No sé, no sé en realidad qué diablos me pasaba. Me entró de
pronto una melancolía inexplicable. Melancolía de canario. Yo, que generalmente
tengo buen humor, estaba insoportable. Quería pelearme con todo el mundo. Con
los guardas, con los colectiveros. ¿Se da cuenta?... Con este cuerpo, quería
pelear...
Fue una temporada terrible. En casa, un poco alarmados, llamaron al médico.
No tenía nada, estaba sano. El médico, pobrecito, me aconsejó lo de siempre:
que dejara de fumar, que dejara de beber, que dejara de acostarme tarde.
Puesto que se trataba de dejar de hacer algo, yo dejé de tomar tranvía.
Seguí fumando, bebiendo, acostándome tarde.
Porque lo que yo tenía era vejez, cansancio, cansancio de vivir. En ese
momento me hubiera gustado hablar de otra manera, respirar de otra manera,
caminar al revés... qué se yo! Me molestaban el tráfico, las bocinas, los
gritos de los vendedores.
Aquí, entre nosotros, nada justificaba ese estado mío. Lo tenía todo, estaba
sano, era feliz... Un hombre en esas condiciones, debería cantar, saltar de
alegría, sonreír como fabricante de dentífrico.
Yo escupía pólvora, estaba áspero como un limón, intratable... Me acuerdo
de aquellos días, y... y...
Hice lo único lógico en ese clima de ilógica: me encerré! No en un baúl, ni
en el ropero. Me encerré en mi casa. Se desconectó el teléfono. La puerta de
entrada no se abría para nadie.
En esos diez días pensé en mi vida, en las cosas de mi vida. Pero no pensé
en los momentos buenos; pensé en los malos momentos. Eso fue la auto-vacuna que
me curó. Me curé con mi propia rabia, con mi propia amargura.
Aquello pasó y seguramente no volverá a repetirse. Cité aquel estado
especial de mi espíritu para justificar esa amargura de «Uno». que muchos
amigos dijeron que resultaba tremenda y desoladora. Tal vez tengan razón. En
otras circunstancias, acaso no hubiera escrito lo que escribí. Aquellos diez
días de locura absurda me ayudaron a preparar el tema. La desilusión amarga del
que no puede amar, aún queriendo amar, no había sido tratada todavía. Yo
aprendí, en aquellos días de «reviro», que la gente sería inmensamente feliz si
pudiera no presentir...”
Hasta aquí, las palabras de este inolvidable filósofo. Y uno dice: ¿qué
hacer? El protagonista de “Uno” no podía sobreponerse: tenía un frío cruel peor
que el odio, punto muerto de las almas, tumba horrenda de su amor.
Qué hacer con esas decepciones, es
cuestión de cada uno. Quien esto escribe, ya se decidió. Es mil veces
preferible jugarse el todo por el todo una vez más, a riesgo de volver a
arrastrarse entre espinas, que "andar sufriendo en vida / la
tortura de llorar / su propia muerte". Eso, que quede en las letras de
tango.
Que al fin y al cabo —como dice el
guapo Canaveris, en el film Fantasma de Buenos Aires:—
"Pa' milonguear estoy yo".
Horacio Ricardo Silva, 25-10-2012.
(Letra, audios y partitura, en:)
la magia existe...
ResponderEliminarSi... invisible como el viento, poderosa como un tornado. Claro que sí...
Eliminaruno va arrastrandose entre espinas en su afan de dar su amor..q loco no??aunq elegiría siempre el "probar" e "intentar" que en el mañana pensar ..qué hubiera pasado si..?''..aunque el precio sea muy alto..sé que pude amar y volveré a hacerlo!!!!!!!!!!gracias..por compartir tan ciert relato..brindemos por eso!!
ResponderEliminarGracias por tus palabras... Sí, ésa es la esencia; jugarse a contracorriente, y no lamentar mañana, cuando sea tarde, no haberlo -al menos- intentado. Alzo mi copa por eso!
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