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fue nomás, a los 83 años, afectado por el mal de Alzheimer.
Era «Jim, el Waco Kid» de Locuras en el Oeste; aquel temible
pistolero que había dejado las trifulcas cuando un nene de seis años le habia
pegado un tiro en los glúteos llamándolo «cobarde», porque él se había negado a
dispararle. Después de eso se había acercado rengueando a un saloon y pidió una botella de whisky; y
aún estaría allí de no ser por Bart, el sheriff negro con el cual fumaron
porros y salvaron a Rock Ridge del malvado Hedley (no Hedy) Lamarr, para
después perderse por los caminos del Lejano Oeste, que transitaron juntos hasta
1992 cuando murió Bart, quien en esta vida de ficción era llamado Cleavon
Little.
También fue el doctor Friedrich
Fronkonstin, nieto del barón Víctor Von Frankenstein, que en El joven Frankenstein habia dado vida a
un hombrote de dos metros de altura injertándole un cerebro subnormal, a causa
de su atolondrado asistente Igor. Este, bajo el nombre ficticio de Marty
Feldman, había partido en 1982; y «La Criatura», apodada Peter Boyle, se fue en
el año 2006. Les sobrevive la bella Inga, aquella mujer de generosos pechos que
gustaba cantar con melodiosa y sugerente voz: «A gozar, a gozar, y en el heno
retozar”.
Además era aquel brillante ginecólogo de Todo lo que usted siempre quiso saber sobre
el sexo (pero nunca se atrevió a preguntar), a quien había visitado un
campesino armenio para consultar los motivos por los cuales su oveja Daisy lo
había dejado de amar; y de la cual se enamoró perdidamente, se la llevó a vivir
consigo y la perdió en brazos del campesino, para terminar sus días delirando por
las calles y tomando «Woolite», un detergente usado para lavar prendas de lana.
Asimismo era el excéntrico industrial del
chocolate Willy Wonka, quien ayudado por sus enanos trabajadores Oompa-loompas,
logró encontrar en un niño pobre llamado Charly la nobleza moral necesaria para
heredar su factoría. Pero la fábrica desapareció —acaso por el efecto tsunami del neoliberalismo— y Charly (en
la ficción Peter Ostrum) es hoy un veterinario dedicado a la atención de vacas
y caballos.
Con Gene Wilder se retiran de este escenario
todos sus personajes, tras la caída del telón que anuncia el final de su obra.
Y sin embargo, a pesar de haber sido una comedia, una lágrima pugna por brotar
en los ojos del espectador que ronda el medio siglo de vida. Acaso,
porque con él se va otro pequeño fragmento de la adolescencia; pero también, un
pedacito de esta vida adulta, que él supo hacer —como pocos— siquiera un poquito más
dulce.
Adiós, Mr. Gene. Sé que algún día
soleado, no se cuando ni sé donde, nos encontraremos en alguna parte.
Horacio Ricardo Silva, 30 de agosto de 2016.
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